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Nacido en Madrid, de madre inglesa, casado y padre de cuatro hijos, es un empresario, abogado y articulista que pasó más de una década inmerso en el mundo de la política madrileña. Sus pasiones son escribir, la empresa y la política.
Nacido en Madrid, de madre inglesa, casado y padre de cuatro hijos, es un empresario, abogado y articulista que pasó más de una década inmerso en el mundo de la política madrileña. Sus pasiones son escribir, la empresa y la política.

Es la deuda pública, políticos

3 de julio de 2023

La renta per cápita en España no se ha recuperado desde el último gobierno de Aznar (y el inmencionable Rato); hablamos de allá por el año 2004. Sus consecuencias son destrucción de la clase media, paro juvenil y de mayores de cincuenta años altísimo (el mayor de la UE), mileurismo generalizado, dificultades para el acceso a la vivienda y, en general, una atonía empresarial generalizada. Lo único que parece recuperarse es la sempiterna primera industria nacional, osease el ladrillo.  

La causa de la falta de brillantez de la economía española durante estos últimos quince años es la deuda.  Hasta la crisis financiera de 2008, España tenía una deuda que se cifraba en aproximadamente el sesenta por ciento del PIB. Hoy la deuda se sitúa en el doble o más del 120% del PIB. Debemos mucho más de lo que producimos, lo cual lastra la economía e incluso condiciona muchas de nuestras percepciones e intenciones como españoles.

En el año 2011, la UE impuso al Gobierno de Zapatero una reforma del artículo 135 de la Constitución Española por la que prácticamente se imponía la estabilidad presupuestaria. Como diría el propio ZP, el déficit quedaría abolido «porque lo dice la ley». Pues bien, desde aquel año 2011, España jamás ha tenido equilibrio presupuestario. Todo lo contrario, la suma de déficits ha supuesto más de un billón de pesetas en su definición española. Y no sólo han sido los gobiernos del PSOE quienes han incumplido el artículo 135, también lo han hecho, y con holgura, los de don Mariano Rajoy. Hay que destacar que Alemania hoy sigue como entonces, con una deuda del 60% del PIB y durante muchos años ha equilibrado sus presupuestos, pese a que los alemanes han vivido las mismas crisis y complicaciones que los españoles.

Urge hacer una auditoría de los gastos extraordinarios que ha supuesto el Covid. Existe una profunda sospecha entre los españoles de que aquella «barra libre» que practicaron casi todas las instituciones ha sido una fuente tremenda de corrupción, y en un momento especialmente delicado lo cual es aún más reprochable, si cabe. Pero también urge saber dónde ha ido el billón largo de euros que nos hemos (sobre)gastado estos años.  

El déficit y la deuda generan una mentalidad muy perniciosa. Cuando todo se deja en manos del Estado y sus, en apariencia, infinitos bolsillos, la gente se adocena e incluso se acompleja. Tenemos un Estado que es un mal ejemplo, un muy mal ejemplo. Tiene como principal partida de su presupuesto el servicio de su deuda. El Estado no aplica el artículo 135 de la Constitución (amén de muchos más artículos de nuestro texto constitucional, pero eso es otra cuestión). Incumple la mayoría de sus propias leyes de plazos, empezando por la del pago a proveedores. Utiliza el derecho de forma discrecional o a la carta para privilegiar a unos pocos o llevar a cabo políticas partidistas. Y drena los recursos financieros del país: hasta hace poco nos financiaban los extranjeros, pero la deuda externa ha bajado de forma sustancial,  casi cuarenta puntos del PIB, por lo que somos los españoles quienes financiamos al Estado con nuestro ahorro canalizado a través de los bancos.

La deuda pública desorbitada impone unas prácticas bancarias ineficientes para la economía. Hace que la banca prefiera el crédito fácil al Estado frente al crédito a los empresarios que requiere de mucho más análisis y capacidad de riesgo. También provoca un ambiente que lleva a que nuestros mejores alumnos quieran ser funcionarios. Implica que no se cuestione que el Estado pueda favorecer a algunas empresas, o incluso perseguir a las que no les gusta; el caso Ferrovial es un ejemplo.

La neutralidad con respecto a la economía se rompe y ello genera campeones empresariales artificiales.   Y hace que el empresariado busque el calor público como cuestión de vida o muerte. El capitalismo de amiguetes se convierte en un mal endémico y estructural de nuestra economía que se practica incluso a nivel regional. Hoy todos los consejos de administración de las grandes empresas tienen un buen componente de altos funcionarios del Estado y de expolíticos.

Una economía tan sovietizada no parece ser la mejor propuesta para afrontar los retos del futuro que son de mucha envergadura y para los que necesitamos mucha energía y talento, es decir, un altísima productividad y formación. Necesitamos mucha flexibilidad empresarial y sobre todo inversora, rebajar la fiscalidad para aumentar el tamaño de nuestras empresas, hay que poner los sueldos públicos en línea con los privados (hoy, los sueldos públicos son de media un cincuenta por ciento más altos, lo cual es insólito en la UE), y aligerar la legislación que es elefantiásica e inaplicable, lo que vuelve a dejar a las empresas en manos de la administración.

En conclusión, lo que hace falta es creer en los españoles y su indudable talento empresarial. Soltar lastre y dejar que generen riqueza. No se puede tener a una sociedad embalsamada. Aún estamos a tiempo:  una economía flexible y liberalizada, con un Estado disciplinado, puede generar el suficiente crecimiento para reequilibrar nuestras cuentas públicas a medio plazo. Aún nos queda margen para equilibrar las cuentas desde un ahorro indoloro del gasto público y el crecimiento. Aún cabe el ajuste fino de nuestra economía.  

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