A España la unen el dolor y la fiesta. Somos nación de tradición cristiana. Dios, el gran cohesionador del occidente cristiano, aparece siempre en el dolor y la fiesta. Enmudecen las imágenes de la catástrofe, duelen en lo más profundo las vidas truncadas de la forma más salvaje, en vaporadas lunáticas de la naturaleza. Nos inunda tanto el agua y el barro como las preguntas, lágrimas en los ojos mirando al cielo de Levante, aún enrarecido, como un psicótico de belleza que pronto fuera consciente del horror que ha causado. Perderlo todo. Perder a todos. Perderse.
Hay una España doliente que nos atrapa el corazón, la que se juega la vida por un desconocido, la que llora con el dolor de otros, la que da de lo que no tiene para aliviar la zozobra de familias que han quedado en desamparo, la que acoge, la que abraza, la que reza por el compatriota que no conoce. Ésa, lo lamento por los que siempre quieren romper el mito, es la España real, la que conocí una y mil veces, mi nación y mi orgullo.
Si se me permite el trazo grueso a través del tiempo, esa España es la que sufrió unida después de una guerra civil, que sobrevivió a las penurias de posguerra, que se levantó trabajando y renunciando a tanto, familia a familia; fue también la que logró el abrazo de una transición pacífica, la misma que superó las crisis económicas de finales del siglo XX y comienzos del XXI, la que se armó de vida, rabia y honor después de que ETA asesinase a cada español en el asqueroso asesinato de Miguel Ángel Blanco, la que resurgió una y otra vez de sus cenizas tras los zarpazos y miserias de la vida política, social, del terrorismo, o de las catástrofes naturales.
La naturaleza ruge. Nos recuerda de vez en cuando que vivimos de milagro. Que cada día respirando debería comenzar con la gratitud al buen Dios. Que vivimos en un equilibrio enloquecido de fuerzas, presiones, y sistemas que nos sobrepasan, porque sobrepasan al mundo, porque sobrepasan la infinitud del universo. A veces ese equilibrio se distrae un instante, y vuelan ciudades, se rompe el suelo de países, o estallan en fuego gigantescos volcanes, y la inmensidad de nuestro ego de civilización avanzada, siempre tendente a la soberbia, se desinfla y quedamos al amparo de otros como recién nacidos.
En el recuerdo de muchos aún late la peor riada, la del Vallés de 1962, que dejó más de 800 muertos, la de Biescas en agosto del 1996, Bilbao en agosto del 1983, el rastro de destrucción de Filomena en 2021, el accidente del vuelo 5022 en Barajas en agosto del 2008, el accidente ferroviario de Angrois, en Santiago de Compostela, en 2013, las angustiantes imágenes del terremoto de Lorca, la enfurecida borrasca Gloria, y tantas otros reveses colectivos más o menos accidentales, siempre imprevistos, que llenaron de luto, destrucción, y dolor a toda la nación. En mi memoria particular, imposible olvidar el primero del que tengo conciencia, aquel Hortensia de comienzos de los 80, así como el ciclón Klaus que arrasó mi tierra en 2009 batiendo récords de destrucción.
Es posible que el encrespado e irrespirable cenagal en el que algunos han convertido la vida política haya calado en la nación, y trabaje a diario para dividirnos si quiera cosméticamente, pero como en toda familia y en toda amistad verdadera, es en las malas, en el dolor y el sufrimiento, en el miedo y la impotencia, en la desesperación y el horror, donde aparece la mano amiga, el latido lejano de una huella de caridad cristiana, la compasión que nos despierta la empatía, la valentía de salvar a los nuestros a costa de nuestro propio pellejo, sabiendo que nuestros somos todos, la inmensa familia española que atraviesa, con sus bandeos, desdichas, imperios, y cruzadas, el cansado devenir de la historia.
España está ahí, después de todo, para acoger víctimas, para llorar con los nuestros, para rezar por los que aún sufren, para soñar con reconstruir juntos todo lo que se ha roto. Y Dios con nosotros.