No creo revelar ningún secreto diciendo que, de un tiempo a esta parte, derecha e izquierda han intercambiado sus papeles tipológicos.
Sigan teniendo o no un contenido real esas añosas etiquetas —y es muy dudoso—, aún se usan con injustificada profusión y, con independencia de sus propuestas concretas y su contenido ideológico, tienden a representar en el inconsciente colectivo dos tipos humanos en marcado contraste. La izquierda se viste de barricada, contestación, revuelta, desafío al poder, contracultura, inconformismo, mientras viste a su presunto rival ideológico, la derecha, de chaqueta y corbata, conformismo pequeñoburgués, reverencia a lo establecido, complicidad eterna con el poder.
La izquierda está tan enamorada con ese reflejo de su espejito mágico que no se ha dado cuenta, o no quiere advertir, que se ha dado la vuelta por completo, y teme subir al desván a ver cómo está quedando su verdadero retrato, a lo Dorian Grey: ordenancista, gregaria, sumisa al poder (que son ellos). Nacieron para la revuelta y ahora están en los despachos. Y se nota.
La izquierda se benefició en su día de la natural tendencia de los jóvenes de querer «otra cosa», de reclamar una visión propia y distinta de lo que les llega por el conducto reglamentario, y la ‘rebelión en las aulas’ fue el principio de su hegemonía. Y ahora no entiende que el fenómeno sigue funcionando, y toca que la rebelión sea contra ellos.
Y esta disonancia cognitiva, este encastillarse en la posesión de la rebeldía como de una marca registrada, es particularmente notoria (y cómica) en Alemania, donde el bien cebado estamento izquierdista se agarra las perlas y pide las sales viendo cómo, de forma incomprensible, buena parte de la juventud se decanta, no ya por la derecha, sino por la «extrema derecha», una opción que incluso la Conferencia Episcopal Alemana se ha preocupado por anatemizar del modo más explícito. Los jóvenes, oponiéndose a lo que transmiten maestros, prelados, empresarios, financieros y medios convencionales: ¿dónde se ha visto?
Ha surgido así un Proyecto de Apoyo Parental, dirigido por la ‘trabajadora social’ Eva Prausner (¿cómo se dice «Charo» en alemán?), que ofrece «formación, redes y asesoramiento en el ámbito de la familia y el extremismo de derechas». En pocas palabras, se dedica a decirle a los padres qué hacer si tienen sospechas de que sus vástagos pudieran estar deslizándose hacia el tenebroso mundo del soberanismo, algo así como «las diez señales de que tu hijo está consumiendo drogas».
Todo el lenguaje es de un alarmismo hilarante. ¿Qué ha podido pasar para que tanto joven de familia como Dios manda —es decir, progresista— se vea atraído por el Lado Oscuro? Una razón que se le ocurre a cualquiera es… cosas como la propia Prausner y su proyecto orwelliano; que la entronización del disparate progre como pensamiento único haya hecho de la izquierda, antaño guay y contracultural, una ideología de censores cascarrabias y señoras empoderadas cercanas a la menopausia y otros tipos de los que los jóvenes han escapado desde que el mundo es mundo. ¿Podría ser eso?
No, por supuesto, responde la izquierda en el poder: es que no les hemos adoctrinado lo suficiente. Hay que empujar a los padres para que anden ojo avizor con sus inocentes hijos para que no flaqueen en la fe progresista y vuelva 1933, que en Alemania siempre está a la vuelta de la esquina.
Así que Frau Prausner ha tenido la gentileza de publicar en Der Tagesspiegel berlinés sus consejos para prevenir y curar semejante azore en una tribuna titulada: «¡Socorro, mi hijo se está volviendo derechista! Ocho consejos para padres democráticos con hijos antidemocráticos». Lo democrático, se entiende, es que sólo exista una opción, la correcta.
Prausner no es optimista. Mira a su alrededor alarmada como una anciana solitaria que oye ruidos por la noche. La plaga, una peste silenciosa que parece transmitirse por vía aérea, inexplicable, está muy avanzada y quizá, nos advierte, sea demasiado tarde. Pero hay que intentarlo, y para ello hay que estar alerta ante las «banderas rojas».
Admite Prausner que es «difícil identificar la actitud política de un niño a partir de su ropa», pero el «lenguaje racista, sexista o queerfóbico» puede ser un «indicio». Y como no es probable que el adolescente hable con libertad ante sus muy progresistas progenitores A o B, Prausner nos anima a echar un ojo a sus mensajes por el móvil. Casi la vemos enrojecer levemente al dar este consejo, pero la situación es desesperada. Y no es probable que tu hijo se resienta del espionaje paterno y sea peor el remedio que la enfermedad, ¿verdad?
Bien, ya sabemos que el pequeño Hans dice cosas non sanctas sobre la inmigración en Alemania. Ahora, ¿qué?
Es posible —no probable, pero posible— que se trata de una fase, de un pecado venial que el chaval dejará atrás cuando adquiera juicio. Pero mejor no confiarse. Prausner aconseja que no se responda con un desacuerdo directo, sino con «declaraciones en primera persona que expresen el dolor y la conmoción que se siente». Declaraciones como: «Cuando hablas de forma tan despectiva sobre la gente, me duele. No quiero que discrimines a tus compañeros de estudios». También hay que intentar asustar al niño diciéndole que ser fascista destruirá sus perspectivas. Prausner aconseja decir cosas como: «Estás arruinando tu futuro con esto».
Naturalmente, cualquier chico al que sus padres le dicen que está arruinando su futuro reacciona de inmediato admitiendo sus malos pasos y volviendo al redil con cabeza gacha. Siempre ha sido así, ¿no? Es lo progresista y rebelde.