Probablemente coincidiremos todos en que, hoy por hoy, la democracia es el menos malo de los sistemas de organización de la convivencia política. Cualquier otro sistema respeta menos la libertad individual, que es, para mí, lo que más importa. Estaremos de acuerdo también en que la calidad de la democracia tendrá mucho que ver con la real separación de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, de manera que cada uno controle a los demás y sobre todo limite su capacidad de mando único concentrando en demasía el poder.
Probablemente la prueba del nueve de que una democracia tiene pedigrí, será comprobar el nivel de libertades concretas de que goza la sociedad como tal y cada uno de sus ciudadanos. Así la libertad de expresión y de prensa, la libertad religiosa y de conciencia, libertad de reunión y manifestación, libertad e inviolabilidad del domicilio, libertad de educación, libertad económica y de empresa, de mercado etc. son pruebas del nueve para poder constatar que un Estado puede etiquetarse bajo la denominación de origen democrático.
A partir de lo expuesto, cualquier observador imparcial tendrá graves problemas para, al analizar la España actual, calificarla sin reservas de país democrático. La propia Europa occidental, cuando hace depender el poder ejecutivo del legislativo, ya edifica mal y fuerza que, de alguna manera, sea un poder exterior a éstos el que de hecho controle a ambos. Me refiero –como habrán intuido– a los partidos políticos y, más en concreto, a la cúpula de estos.
No deja de ser una concentración de poder más que peligrosa, el hecho de que la máxima autoridad de un partido acabe siendo el jefe del grupo parlamentario de este partido –poder legislativo– y cuando consiguen gobernar se convierta en el jefe del Gobierno de turno –poder ejecutivo–. Por eso muchos hablan de que en algunos países, y especialmente en España, la democracia ha sido secuestrada y estamos frente a un nefasto sucedáneo formal que es la partitocracia sin más.
Si a este modelo de organización en el que priman sin contrapeso las cúpulas de los partidos, le añadimos la dependencia total y sumisa del poder judicial, lo que nos queda no tiene ya ni nombre. Acabamos de ver cómo, con total desfachatez, los dos grandes partidos se han repartido las plazas del órgano de gobierno de los jueces –el CGPJ– a plena luz del día.
La obscenidad ha contado con el beneplácito de los demás partidos tradicionales, CiU, PNV e IU, puesto que en el reparto han sido agraciados con alguna que otra plaza en el mencionado órgano. La desfachatez perpetrada, contraria sin duda a la propia Constitución española y a los principios básicos de la democracia, sólo ha contado con la oposición de UPyD, que curiosamente no participó en el sorteo. Cuando el actual ministro de Justicia, padre del torticero enjuague, habla de gran actuación democrática, simplemente no cuela.