Ya no queda rincón del arte que no haya abandonado su condición para ser moldeador de ideologías baratas que pretenden sustituir sistemas morales e imponer un código de buenas conductas de la modernidad, el buenismo. Por eso es significativo de los tiempos que padecemos la forma en que las películas y series presentan ahora a sus héroes y villanos. La bondad del protagonista queda fijada cuando él aparece reciclando la basura en casa propia, e incluso ajena. Sabemos que una mujer cuando pone cara de asco por no querer abrazar a un perro es prueba de ser malvada y desalmada, lo que la convierte en sospechosa de algún crimen. Estos son los valores falsos y ridículos de la modernidad, del nuevo «evangelio climático trans especista» que da la espalda a los indefensos, a la Bondad y la belleza.
Esta semana en un parque bucólico de la localidad de Annecy, en Francia, un sirio apuñaló a varios bebés. Aún se me encoge el corazón al escribirlo. Mientras la policía esclarece los detalles, sabemos que entró en Suecia en 2013, donde consiguió el estatus de refugiado, por lo que podía moverse libremente en el espacio europeo Schengen. Otra maravilla de la Unión Europea. Los falsos buenistas que copan la política y los medios de comunicación se apresuraron a dar justificaciones socioeconómicas de este hecho atroz para convertir al asesino inmigrante en víctima de la sociedad cuyos bebés apuñala. «Vive en el paro, sufre racismo y discriminación y esas circunstancias les llevan a radicalizarse y cometer un atentado», decía un politólogo de turno en la televisión. El perfecto buenista de manual que desecha la existencia del mal como componente maligno de la naturaleza humana.
Dovstoyevski se revolvería al seguir escuchando estos argumentos hoy en día. La lectura del mejor escritor de las oscuridades del alma, del dolor y la belleza del amor me proporcionó a veces tristeza, pero sobre todo un conocimiento de las profundidades humanas. El mal es una opción del hombre, de su libertad, no es producto inevitable de unos condicionantes socioeconómicos. Hay individuos que en su expresión de la libertad anhelan la destrucción y el sufrimiento de los demás, sin que sea sustitutivo de la soja y el Estado del bienestar. Defienden y cometen el mal por su propio ser, su propio capricho, individual o colectivo. Esto es inconcebible para el buenista porque esa aceptación llevaría lógicamente a desechar su manual de valores reciclados que sólo buscan la sumisión del alma, no su crecimiento a lo trascendente.
El hombre moderno buenista no entiende ni acepta la existencia del mal fuera de su relato porque eso le arrebataría su anhelo totalitario de ser un dios que decida qué es el bien y el mal. De decidir quién es «ultraderecha» y que es el mayor peligro de nuestra tierra. La presentadora Susanna Griso aparecía en la pantalla escandalizada y alterada, pero no por el apuñalamiento de bebés por parte de un refugiado sirio, sino porque «eso es un regalo tremendo a la extrema derecha, eso da votos a Le Pen». El perfecto ejemplo de una sociedad buenista: miserable, tiránica y alejada del bien y la verdad. Porque ni quienes votan a Le Pen, ni a VOX recibieron los apuñalamientos de bebés como un regalo, sino una tragedia a evitar. El buenista busca eliminar el bien y la verdad para que su miseria pueda tener cabida en el poder.
Pero, ¿qué lleva a alguien a hacer esas miserables afirmaciones y además sentirse bueno por ello? El mal existe y las retóricas falsamente buenistas pretenden ocultar que principalmente anida en quienes las reproducen. El hombre moderno buenista es un producto del mal. Quiere ser él quien decida qué es perseguible, para lo que la mentira ha de ser su lenguaje. El buenista no es bueno, no muestra compasión hacia personas que sufren el verdadero mal que él justifica, a las que categoriza como «extrema derecha». El buenista es un sociópata, hipócrita y cobarde que para decidir él lo que supuestamente es bueno, le da igual poner en peligro a personas inocentes. El objetivo es que su relato de poder se imponga como código de buenas conductas, de sumisión y sustituya al sistema de valores verdadero que ha conformado la cultura y la civilización en Europa durante milenios.
En su enorme capacidad de visionario, Fiódor Dostoyevski dijo que quien renuncia a su tierra renuncia a su Dios. Ahora vemos cómo desde que Europa olvidó a Dios y los valores de la civilización europea perdió su tierra. El hombre ha de luchar entre el bien y el mal, pero esa lucha es una ficción en dirección contraria cuando se desprecia la verdad y se impone un manual posmoderno de satisfacción de deseos.
La sociedad occidental abierta y victimista vive bajo un sistema de valores melifluos, relativos y ridículos donde necesita sentirse bueno haciendo el mal. Sólo a través de la violenta cancelación de quien los cuestiona pueden imponerse. Ésta es la mayor prueba de su falta de autenticidad. Nada verdadero que nos trascienda se acepta, pues eso podría limitar la libertad individual reducida a una vida guiada por el capricho del hombre infantilizado de existencia absurda. El buenismo lleva al hombre moderno a ser un monstruo. Sólo una conciencia profundamente arraigada en el bien, la verdad y el amor puede salvarle, y estos valores no los suministra un sistema moral de mayorías, ni el mal del buenismo.