«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Periodista, documentalista, escritor y creativo publicitario.
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Hay que pedir perdón (casi siempre)

10 de octubre de 2024

Pedir perdón nos protegería de muchos divorcios, guerras, problemas en el trabajo, broncas en la comunidad de vecinos y resentimientos familiares y entre amigos. Muchas veces pedir perdón es un deber moral pues la ofensa que hemos cometido lo demanda. Es pues una cuestión de justicia con nuestra esposa, nuestro país, nuestros amigos o el vecino del sexto. 

Otras veces no hay un deber pero sí una responsabilidad. Pedir perdón, aun cuando no estemos obligados a ello, propiciará que el matrimonio vaya mejor, exista más armonía en la comunidad de propietarios, la amistad con los amigos se fortalezca y mueran menos civiles inocentes. 

Y luego están esas ocasiones en las que deberían pedirle perdón a uno pero, misteriosamente, es uno quien, anticipándose, perdona a su agresor. 

Y, sí, ya sé que escrito suena muy bien y que en la vida real es casi imposible. En Irak pude comprobar que el perdón es un milagro y, por tanto, un don que hay que pedir con mucha insistencia. No es (sólo) una cuestión de voluntad.

Ver a cristianos perseguidos perdonando a sus perseguidores o a los asesinos y violadores de sus hijos es algo que escapa a toda lógica humana. Y a uno lo destruye toda la farfolla sobre la que ha construido su concepto de honor y dignidad, que no es más que soberbia y orgullo. 

Ya en los primeros siglos de nuestra era, el cristianismo fue poco a poco haciéndose incompatible con el Imperio romano, entre otros motivos, porque perdonaba a sus enemigos (incluso en el martirio) y defendía el trato humano a los esclavos. Judíos y paganos lo tenían enfilado. 

Y dos mil años después no han cambiado tanto las cosas, muchos cristianos siguen perdonando a sus verdugos, que los asesinan porque su existencia sigue siendo incompatible con los poderes de este mundo. Aunque, sin duda, su presencia en Oriente Medio aumenta las probabilidades de paz, o dicho de otro modo, si no hubiera cristianos,  habría más guerras y más cruentas. 

Me decía un misionero argentino en Irak: «Claro que a ellos también les cuesta, y mucho, pero los cristianos son los únicos que con las palabras y, sobre todo con las obras, perdonan a sus enemigos».  Y gracias a esto no acabaremos todos sin ojos y sin dientes. ¡Qué importante es el perdón para que siga habiendo vida sobre la tierra!

Hay que pedir perdón, claro que sí. Pero no siempre. A la señora Sheinbaum, presidente de México, nadie tiene que pedirle perdón por la gloriosa gesta de nuestros antepasados. Lejos de ser genocidas y esclavistas fueron héroes y santos. 

Además resulta ridículo exigir un perdón por algo (bueno) que sucedió hace quinientos años, cuando los protagonistas se consideraban hermanos y combatieron codo con codo contra los sanguinarios a quienes ahora pretenden idealizar. 

Si el resentimiento ocupara un espacio físico, el acumulado durante tantos siglos haría explotar a cualquiera. Gracias a Dios sólo es una enfermedad moral que, aun teniendo consecuencias físicas, a nadie le hace estallar de odio. ¿O sí?

Lo de Sheinbaum es algo muy propio de nuestra época. Ser fuerte con los débiles —los muertos— y débil con los poderosos, a quienes pretende vender lo que queda de México. 

El perdón es algo tan sagrado y tan sublime que, desperdiciarlo en esas bobadas de adultos infantilizados y ofendiditos, es una ofensa a la dignidad humana. 

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