Muchos piensan que la hipocresía es un arma indispensable en política, y seguramente aciertan, pero cuando la hipocresía pasa de ser un expediente retórico y se convierte en un fundamento del poder, se inocula y se legitima en la sangre de las instituciones, el edificio de la democracia se desmorona. La democracia, contra lo que frecuentemente se dice, no atenta contra la verdad, la necesita, muere sin ella. No se trata de ninguna verdad más allá de cualquier discusión, porque esa verdad está fuera de nuestro alcance, al menos en estos menesteres, pero sí de una verdad sustancialmente encarnada en las reglas de juego, en la proclamada igualdad ante la Justicia, en el comportamiento limpio, decente y ecuánime de las instituciones.
Nuestra democracia se está convirtiendo poco a poco en un Estado hipócrita, se está haciendo inviable. Que decenas de delincuentes a los que ningún español corriente pondría en libertad salgan a la calle antes de lo previsto porque se han cometido errores irresponsables en la letra pequeña es un testimonio inequívoco de la hipocresía del Estado, de la liviandad de la Justicia que, no lo olvidemos, debiera emanar del pueblo y ahora emana de las inverosímiles triquiñuelas de abogados sin escrúpulos y políticos sin conciencia. No se trata de una hipocresía menor, es la consecuencia directa de que los que gobiernan nos hurten el conocimiento de lo que han hecho para que todo esto sea posible, de lo que han pactado con nuestros enemigos, con terroristas y con asesinos, a espaldas nuestras, de lo que seguramente están urdiendo con quienes nos acusan de robarles a manos llenas, también sin que seamos capaces de saberlo, de impedirlo. El Estado se ha hecho hipócrita porque ha dejado de creer en el primer mandamiento de la Constitución, en que la soberanía reside en el pueblo, y actúa como si nada ni nadie pudiera dictarle lo que nos conviene, lo que queremos. O se acaba con este Estado, hipócrita y traidor, que se toma la soberanía popular a chirigota y solo atiende a sus intereses, a la fuerza más que al derecho, a la conveniencia antes que a la Justicia, o este Estado acabará con el más ligero vestigio de democracia, lo estamos comprobando cada día.
No es despotismo ilustrado, que, en todo caso sería contable, fiscal y sociológico, sino un profundo desprecio a los fundamentos mismos de la democracia, a la igualdad esencial de todos los ciudadanos, al significado de la ley, y a la vigencia de los mandatos electorales. La hipocresía del Estado es la muerte de la libertad, la consagración de las cadenas, la apoteosis de la mentira, la corrupción y el fraude, el paraíso de unos pocos y el infierno de todos los demás.