Hace pocos días volví a ver la foto que mi padre me dio pocos meses antes de morir con el encargo de que hiciera una copia y se la enviara a su amigo de la mili. Se trata de una foto en blanco y negro en la que aparecen dos soldados regulares, uno —mi padre— está sentado y su amigo, de pie, se apoya en su hombro. Guapos, alegres y grandiosos sin pretenderlo. No es un posado cuidadísimo —tan distinto de los selfies actuales—, da la impresión de ser una foto improvisada por su encuadre, pero es eficaz. Los ojos entrecerrados de los soldados dan cuenta del sol africano que soportan y detrás de ellos aparecen otros hombres recostados en el suelo y hablando entre ellos. Lo más seguro es que estuvieran de maniobras.
En el anverso de la foto leo: «El descanso del guerrero. El inicio de una amistad que va a durar tanto como nuestras vidas«. Esta era la dedicatoria, datada el 14 de abril de 1955, para mi padre.
Me da pena que nunca llegué a hacer lo que mi padre me había pedido por mis múltiples ocupaciones. Siempre estamos a lo urgente, pero nunca a lo importante. El año pasado, con una diferencia de pocos meses se fueron los dos, primero su gran amigo —un catalán de pro— y después él, madrileño de varias generaciones. Doy fe de que ambos cumplieron su palabra de amistad hasta el final de sus vidas.
Como ellos, tantas historias parecidas van despareciendo. Hombres que dejaron su pueblo —del cual muchos era la primera vez que salían—, su ciudad, su región, lo que ahora los pedantes llamarían su zona de confort, para irse a servir, en este caso, a África con muchos otros procedentes de distintos lugares de España.
Cuánto bien hizo el servicio obligatorio por la cohesión nacional e igualdad social en contra de los localismos paletos y artificiales que hoy tenemos que soportar. Es curioso, porque en una época donde no había redes sociales ni televisión, si atendemos al estúpido relato que nos quieren imponer de la historia de España casi como un invento de Franco y los Reyes Católicos —por ese orden más o menos porque de cultura andan justos—, estos hombres deberían sentirse perfectos extraños entre ellos por aquello de la extraordinaria e inédita diversidad del estado español. Vamos, que un gallego y un andaluz, es decir, un descendiente de los celtas y el otro de la patria andaluza hija de Blas Infante, se verían como un finlandés veía a un nigeriano hace un siglo.
Por desgracia, si se estableciese de nuevo el servicio militar obligatorio —para hombres y para mujeres—, asunto de estudio que no me parece descabellado en absoluto, se haría evidente la huella destructora de la cohesión nacional que el estado de las autonomías ha dejado en España. No estoy en contra de la descentralización administrativa, sino de los reinos de taifas en que hemos convertido nuestra centenaria nación. Cómo es posible que nos hayamos comido lo europeos que somos —que lo somos—, lo cercanos que estamos de un danés y lo distinto que es un almeriense de un leonés. Incluso un castellano de un leonés. Vivimos una locura tan estúpida y boba como letal para nuestra supervivencia.
En España sólo se habla de cohesión nacional en términos económicos. Todo lo que tenemos que tratar entre españoles se resume a dinero. Y en esta mema discusión en la que se enzarzan los políticos todos los días, hemos perdido en muchos casos la convivencia natural y, lo que es peor, hemos quedado en una total indefensión respecto a los peligros externos que no son pocos. España ha quedado reducida a un conjunto de miniestados de primera, de segunda y de tercera, dedicados a mirarse el ombligo y dirigidos por partidos pendientes de sus cálculos electorales y a los cuales, por lo que se ve, les importa muy poco la peligrosísima deriva balcanizadora que hemos tomado.
Hemos olvidado que los periodos de paz a lo largo de la historia son tan circunstanciales como los de guerra y que la libertad se pierde con mucha más facilidad que con la que se conquista. Esto es una realidad tan desagradable como incuestionable. Maquiavelo tenía claro que el mantenimiento del soldado-ciudadano es lo único que garantiza la libertad del Estado, nuestra libertad. Es tiempo de replantearse muchas cosas y estamos muy lejos de que los principales partidos hablen de lo importante.