Con ocasión de su fallecimiento, ha vuelto al primer plano de la atención pública el protagonismo de Adolfo Suárez en los años de la Transición hasta el golpe de Estado frustrado de febrero de 1981, lo que es natural, como lo es también que los elogios a su audaz comportamiento superen con mucho a las críticas a sus errores. Al fin y al cabo, Suárez no es una excepción a la regla no escrita según la cual es de mal gusto criticar a los muertos. En otras palabras, los obituarios se rigen por criterios distintos de los análisis políticos.
Sin embargo, no es menos cierto que tanta atención significa también que el paso de Adolfo Suárez por la política no fue irrelevante en absoluto. Estuvo en el vórtice del tornado del paso de la dictadura a la democracia en España tras la muerte de Franco, y se desenvolvió con audacia, talento y una más que notable capacidad de composición de intereses. Muy pocos políticos de la época lo habrían podido hacer mejor, si es que había alguno.
Así como le ayudó mucho en su labor el hecho -ajeno a sus méritos- de que en la transición política coincidieran los intereses generales con los de los partidos entonces en escena, otra circunstancia, esta vez ajena a sus deméritos, contribuyó muy decisivamente a su dimisión. No fue el terrorismo rampante, que habría actuado con cualquier otro en La Moncloa; tampoco fue el acoso demagógico del PSOE, poseído de hambre de poder y unas prisas inocultables por conseguirlo. Fue, en mi opinión, la sorda, tenaz e implacable labor de zapa de las propias «familias» de la Unión de Centro Democrático, enzarzadas en la lucha por la hegemonía dentro del partido que gobernaba. Alguien dijo entonces que un partido que en su seno cubría todo el espectro político de la Alemania Federal -democristianos, liberales y socialdemócratas- no tenía más remedio que acabar estallando; algo hay de eso: la UCD no era propiamente un partido, sino una agrupación necesaria para hacer la Constitución, pero no para la vida democrática normal. De hecho, la dimisión de Suárez fue el preludio del fallecimiento de la UCD, que gravitaba sobre el prestigio de una persona, y al marcharse ésta, el castillo de naipes se vino abajo.
Pero quiero terminar estas líneas con un elogio no al político, sino a la persona. Adolfo Suárez fue un hombre de una pieza. El amor a su familia, la dedicación a su mujer y su hija mayor en sus enfermedades, la solidez de sus convicciones morales, la honradez a prueba de bomba, son cualidades que hoy desgraciadamente definen entre nuestros políticos a un bicho raro, que supo distinguir lo necesario de lo contingente, lo esencial de lo accesorio. Y al final de su paso por este mundo, nadie le preguntará en el otro por lo brillante de sus discursos o lo sagaz de sus negociaciones.