Hay que dar gracias a Dios de que el diablo, cegado por el odio y la soberbia y siendo mucho más inteligente que todos nosotros, de vez en cuando meta la pata y creyendo luchar contra la Iglesia consigue justo lo contrario de lo que se proponía.
Han sido motivo de burla para unos, y de enfado para otros las conclusiones de la prensa a raíz del informe que el Defensor del Pueblo ha elaborado sobre los abusos a menores dentro de la Iglesia Católica a petición del Congreso de los Diputados.
Vayamos por partes pues el tema tiene sustancia y merece la pena que nos detengamos en algunos puntos. El primero tiene que ver con la misión específica del Defensor del Pueblo, que no es otra que la «supervisión de la actividad de las administraciones públicas españolas». Por un lado quieren barrer a la Iglesia del espacio público, —ya les parece el colmo de la tolerancia permitir que haya iglesias—, y por otro, si se trata de atizar, no hay barreras que valgan, pese a que el tema no sea de su competencia.
El segundo tiene que ver con la comisión asesora del informe. Es norma indispensable en los tiempos que corren desconfiar de cualquiera que se presente como «independiente, abierto y plural», que —en román paladino— significa ser un resentido, incapaz de abrirse a nada fuera de su estrecha mente.
Y como nosotros somos quienes pagamos la fiesta, a las diecisiete personas de la Comisión Asesora hay que sumar otras ocho que se han dedicado a llamar por teléfono y a escribir el mamotreto de setecientas setenta y siete páginas que no sirve ni para falcar una mesa.
El tercero a tener en cuenta es que es todo un milagro que exista gente en España que no haya sufrido algún abuso por parte de la Iglesia, porque si sumamos los 29 millones de españoles asesinados por la Inquisición, los 13 millones de niños robados y ahora los 441.000 abusados empiezo a sospechar que soy el único español que ha conseguido escapar de las garras de tan temible institución.
Y decía al principio que, siendo listo el diablo, aquí ha patinado. Otra cifra menos elevada, siendo igual de falsa, habría calado más en la población, en lugar de desatar la risa de unos y el cabreo de otros. Habría sido más dañina. Quizá quienes han difundido el bulo, si se tomaran en serio el tema de los abusos, habrían sido más escrupulosos con la verdad, y ese sería un primer punto de partida para dar con una solución.
Si queremos hablar de un asunto tan grave, lo primero que hay que hacer es centrar la cuestión en el problema —el abuso a menores—, y no en la Iglesia. Lo segundo es ver en qué lugares se da con mayor frecuencia (aquí todavía seguiría sin aparecer la Iglesia, donde se cometen el 0,2% de todos los abusos). Y lo tercero es analizar las causas (en cada uno de los ambientes), aunque creo que este último punto es el que menos dispuestos estamos a abordar (y el más importante). Quizá nos dé miedo enfrentarnos a él porque se desmoronarían no pocos dogmas del mundo contemporáneo.
El cuarto —y último por hoy sería— intentar arreglar el problema, que es precisamente lo que menos parece importar a todos los implicados en este lodazal informativo. Unos, haciendo un informe con datos que la propia Iglesia había ya facilitado sin mayor problema. El informe no aporta nada nuevo, a pesar del mamotreto de alfalfa. Otros, los medios, extrapolando la cifra de una encuesta realizada a ocho mil personas a toda la población, y convirtiendo a todos los sacerdotes en abusadores, no de un menor sino de 19. Y todos, apartando el foco de la realidad y dificultando que se pueda encontrar una solución a la que sin duda es una lacra, no de la Iglesia, sino de toda la sociedad.
El informe nos deja en el mismo punto en el que estábamos. La Iglesia actuando para erradicar el problema de la pederastia en su seno (a veces con acierto, a veces con metodología más que reprobable) y la sociedad, protagonista de la fiesta (como veremos en próximos artículos), de brazos cruzados, señalando a la Iglesia con gesto amenazador e incapaz de ver que el problema no está fuera sino dentro de casa.