La muerte política de Irene Montero fue cantada ayer de un modo tan trompetero que cabe sospechar. Si toda la derechona centroide de las tertulias declara ufana su muerte, ¿no es razón para que siga viviendo?
La capacidad de Montero para molestar hay que reconocerla. No le hacía falta ni hablar. Cuando aparecía yo corría a quitar el sonido a la tele y su ceño ya resultaba agresivo. Su entrecejo tenía cosas de führer. Su talento ciliar para discutir resulta pasmoso hasta para una mujer. Ahora bien, esa capacidad de molestar es un capital político, un vota lo que les jode, y eso sí le queda, junto a algo que no es de ella sino del ambiente: la desmesura del enterramiento español. No hay que ser Hannah Arendt para saber que Montero era un desastre, pero a su final acuden, en aroma de consenso, enterradores demasiado enérgicos, demasiado unánimes, que hacen pensar en el viejo refrán: a moro muerto, gran lanzada (ir por la vida con refranes era poco recomendable, pero ante los expertos climáticos, el hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo se ha demostrado ley de Newton).
Con a moro muerto… pasa igual, ya suena a máxima de Horacio. Hay en el Prado un cuadro español del siglo XIX, obra del valenciano Bernardo Ferrándiz, que se titula así: «Postrimerías. A moro muerto, gran lanzada». Y es interesante (lástima no poder verlo aquí) porque lleva ese refrán a un tópico muy nuestro y barroco: la vanitas (vanidad de vanidades, todo es vanidad), que en pintura suele reflejarse como un bodegón con una calavera junto a cosas humanas y por humanas pasajeras: los placeres, los saberes, dignidades, los objetos…
En el cuadro vemos el esqueleto de un gato recorrido por un ratón que busca entre sus huesos. Es una alegoría y una referencia biográfica porque el autor lo pintó al final de sus días, sin futuro ni prestigio por haber sido encarcelado tras un arranque colérico contra un enemigo. En el cuadro, él es el gato muerto, ayer poderoso, y el enemigo es el ratón que se atreve en lo post mortem. Qué inútil y humana resulta la acción de ese enemigo… Qué vanidad tan ridícula, aun más ridícula, que ni ante el espectáculo de la efímera suerte se refrena, ¡ratonera vanitas vanitatis!
El cuadro es como un subgénero de la vanitas o una añadido a la misma. Al estremecimiento barroco (el gatazo inerme que seremos) le añade la crítica contenida en el refrán, como un intermedio entre el metafísico Juan de Valdés Leal y el costumbrista Gutiérrez Solana.
Al hacerlo consigue un efecto de simpatía por el finado. Es un vanidoso, sí, y la vanidad pasa, pero en una especie de tirabuzón final conserva su grandeza frente al postrero roedor. Por eso, al estilo de ese cuadro genial, el espectáculo de tanta gente (y tan feminista) matando a la ya muerta despierta alrededor de ella algo imposible, algo impensable, algo muy sorprendente: rodearla de un aura de cierta dignidad barroquizada. ¿Cómo es posible tal cosa?
El poderoso nos espanta, y más si gobierna y legisla así, pero ante el espectáculo desenfrenado del roedor barroco hispano o alanceador de moros muertos, el poderoso nos despierta hasta una cierta simpatía cuando, caído, vemos profusión de lanzadas extemporáneas. Tantas como cuchilladas del crimen pasional, hoy de género. En todo boicot hay, además, algo de chivo expiatorio y el feminismo español, que ha sido una barbaridad mundial, se querrá ahora redimir sin ella.
Así que bien muerta políticamente está Montero, pero ni la Ley 1/2004 (sobre sus efectos, recomiendo el artículo de Mañero en ‘Ideas’), ni el Pacto de Estado son suyos, y ahí están los que la lancean (el liberalio siempre es picador, siempre es tripón) asumiendo el engendro como frontera de Estado.