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La Gaceta de la Iberosfera
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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

La conjura de los bolardos

7 de febrero de 2023

Han leído ustedes bien: bolardos, bolardos… No boyardos, que es, seguramente, en lo que están pensando, quizá atribuyéndome la intención de dedicar esta columna a la guerra de Ucrania, pues boyardos hubo a manos llenas en la nobleza rural del Rus de Kiev y en otros países de la zona eslava. El primer zar de Rusia los despojó en su día, allá por el siglo XVI, de sus seculares privilegios y eso dio pie a La conjura de los boyardos, segunda parte de la película que Eisenstein dedicó a Iván el Terrible. Muchos años después el escritor inglés Martin Amis parafraseó el título en su novela de no ficción Koba el Temible, en la que el protagonista era otro zar, llamado Stalin. Necesidades de la rima y de la grima.

Ignoro el origen etimológico de la palabra bolardo, neologismo cuyo significado nadie conocía hasta el momento en que un alcalde de Madrid tuvo la desdichada ocurrencia de plantar al hilo de las aceras de algunos de los barrios más céntricos de la capital del Reino unos palitroques metálicos que impedían, y siguen impidiendo, aparcar los coches a la mala de Dios. Uno de esos barrios era (y es) el mío, que por algo se llama de Malasaña. ¡Y tan mala, Corregidor!

Había (y hay) dos tipos de bolardos: los de cierta altura, que son visibles y por ello evitables, y los de cortísima estatura, que pasan inadvertidos y por ello abollan, haga lo que haga el contrito conductor, los laterales del coche, los embellecedores de sus ruedas y los guardabarros delanteros o traseros. El estropicio está cantado y es mayúsculo. El costo de la reparación también. Los taxistas juran en arameo y los vecinos motorizados y autorizados para circular por ese hortus clausus que es Madrid Central mascullan una y otra vez improperios escatológicos dedicados a la señora madre del pequeño rey de la Cibeles.

Yo soy uno de ellos. ¡Perdóname, Señor! Mi calle está amojonada y acojonada por los bolardos bajitos, que menudean también en la del Pez, a la vuelta de la esquina, con el agravante de que tengo en ella una plaza de garaje y juro por la memoria de los héroes del Dos de Mayo que cada vez que saco o meto el coche, lo que gracias a Dios casi nunca hago para no dañar el medio ambiente, provoco en su impoluta carrocería daños de consideración. No falla. Calculo que llevaré gastado en ellos para devolverles su aspecto natural más monises, IVA incluido, de los que invertí en la compra del vehículo.

Llego a pensar, conspiranoico como soy, que el alcalde, sus funcionarios y los propietarios de los talleres de carrocería están conchabados y van a pachas en los beneficios.

Confieso asimismo que acaricio la idea de contratar a cualquier sintecho de los que merodean por el barrio para que una noche, ya de madrugada, pero antes de que salga el sol, se tomen mi justicia por su mano y con un serrucho en ella extirpen de raíz los bolardos alevosos que me cierran el paso. Si me pillan aduciré en la comisaría de Leganitos que lo he hecho en defensa propia y que a Esperanza Aguirre, vecina mía portal con portal, se los han quitado. ¡Perdóname, Espe! Soy un chivato. Sé que lo harás.

Sea como fuere, y bromas aparte, si de aquí a mayo, señor Almeida, no me quita los bolardos en cuestión (con un par de ellos bastaría), vuelvo a jurar por Daoíz y Velarde que haré campaña contra usted en las municipales. Queda así iniciada la conjura de los bolardos. Se admiten inscripciones y serruchos.

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