«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
La Gaceta de la Iberosfera
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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

La democracia como embeleco

21 de junio de 2021

Que sea lo que Dios y los inquisidores de la corrección política y el pensamiento único quieran, pero voy a atreverme a decir ‒¡por fin!, ¡por fin!‒ lo que tantos por lo bajinis dicen, aunque ninguno lo diga en voz alta. Lo único que espero de usted, lector, es que no culpe al mensajero. Yo no soy un político ni un politólogo. ¡Dios me libre de caer en tan sórdida tentación! Yo sólo soy, como Ortega (salvando las distancias) un espectador y como D’Ors (salvando de nuevo las distancias) un glosador de lo que veo, lo que leo y lo que escucho. Miro el ruedo ibérico desde el tendido de sombra y el gran teatro del mundo desde el gallinero de las nubes, y saco conclusiones heterodoxas sin más pauta que la del sentido común ni más propósito que el de chinchar a los biempensantes sea cual sea su color político.

Dejémonos de gaitas. Democracia no es clientelismo, ni partidismo, ni sectarismo, ni consiste en extender una patente de corso a un cacique

La democracia, al menos tal como hoy se entiende, es un embeleco, un camelo, que se bate en retirada y cada vez embelesa y camela a menos gente. Hablo, por supuesto, de la que presume de ser liberal. La superficie que abarca ese modelo en el mapamundi es ya minúscula y no hay día en que no se reduzca un poco más. Hoy por hoy sólo existe, como flatus vocis, en Estados Unidos, Inglaterra, Japón, Canadá, Australia, la India, Suecia, Noruega y algunos países de la Unión Europea. Ni siquiera en todos. En España, por ejemplo, tras unas décadas de alivio, estamos ahora bajo las suelas de un dictador. ¿Exagero? Sí, aunque no en lo tocante a España, pero sólo un poco. En el resto del mundo imperan, disfrazados o no, los regímenes autoritarios, que no siempre, como en el caso de China y Vietnam, son forzosamente iliberales. La fórmula de Den Xiao Ping, que es en parte, sólo en parte, la de Putin, se extiende por el mundo: el papá Estado se encarga de la política y libera a sus súbditos de tan enojoso trámite, pero permite a éstos que hagan de su capa un sayo en lo concerniente al negocio, al ocio y, hasta cierto punto, a su vida privada. Los chinos, los vietnamitas y los rusos, con las excepciones de rigor, pues nunca llueve a gusto de todos, están encantados. No crean a quienes dicen lo contrario.

En la órbita del Islam. en la del África negra y en la de la Iberosfera, exceptuando Costa Rica, Chile (con reparos), quizá Brasil y poco más, ni siquiera guardan las formas. Narcocracias sí que hay y castacracias también, pero ni las unas ni las otras se atienen a lo que Tocqueville consideraba, stricto sensu, democracia.

Pero dejémonos de casuismo cartográfico, que aburre, centrémonos en la semántica, vayamos al concepto y destripemos el vocablo. La etimología es la madre de la ciencia. Demo-cracia… O sea: demos (pueblo) y cracia (gobierno). 

¿Gobierno? Sólo la auctoritas ‒que es el único antídoto posible contra el autoritarismo‒ puede gobernar

¿Pueblo? ¿Y eso qué es? El pueblo no existe. El pueblo es una entelequia. El pueblo es un camelo. El pueblo es un embeleco. El pueblo no vota. Lo que existe y lo que vota, siempre de a uno y en fila india, es la persona, el individuo, el hombre de a pie… 

¿Gobierno? Sólo la auctoritas ‒que es el único antídoto posible contra el autoritarismo‒ puede gobernar. ¿Alguien piensa que los tontainas y peleles elegidos por sufragio universal, en el que pesa lo mismo el voto de un hombre decente que el de un delincuente, el de una persona culta que el de un iletrado, el de un filántropo que el de un psicópata, el de un padre o un hijo como Dios manda que el de un filicida o un parricida en potencia y a veces en acto, tienen el mínimo de autoridad moral e intelectual necesaria para gobernar a los gobernados con arreglo a los cánones de la sensatez, de la honradez, del idealismo, de la altura de miras y de la benevolencia?

Dejémonos de gaitas. Democracia no es clientelismo, ni partidismo, ni sectarismo, ni consiste en extender una patente de corso a un cacique y a sus capataces para que durante cuatro años traicionen todas las promesas formuladas antes de la elecciones y hagan lo que les venga en gana para oficiar en los altares de su voluntad de poder. Ya no hay un Churchill, un De Gaulle, un Marco Aurelio, un Pericles, un Alejandro Magno… La única auctoritas existente es la de los presupuestos generales del Estado y en ellos no interviene ni poco ni mucho ni nada el criterio de los votantes. La democracia actual es pamema, terrorismo fiscal y cambio de cromos en esa vacua ágora del blablablá a la que todavía llamamos Parlamento. Su descrédito es manifiesto. Una sorda cólera se incuba bajo el escepticismo del pueblo. ¿Del pueblo? No. De los votantes. Tomen nota y rectifiquen los políticos si no quieren que el embeleco imperante derive hacia el modelo pequinés y regrese el autoritarismo. Allá ellos. A mí, que conste, plin, pues ya no es cosa, a mi edad, de tomarme nada a pecho. 

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