La vieja distinción amigos/enemigos se ha trasladado, cada vez más, a las relaciones entre las naciones, los Estados, los regímenes políticos, los grupos sociales más amplios. Me interesa destacar el lado negativo, porque es el que se suele ocultar, por decoro. Se trata, más bien, de un “sentimiento de enemistad”, dirigido hacia un país, una cultura, una etnia, una religión, una ideología política. En el mundo actual, lo llena todo, desde una animosidad, más o menos, disimulada contra los foráneos o ajenos, hasta la “guerra santa” de los islamistas. Las posibles víctimas de esos últimos pueden verlos como una forma de terrorismo.
El rechazo social de ese sentimiento de enemistad colectiva o grupal sería el “amor a la humanidad”, sin distinción de naciones, etnias o ideologías. Se trata de un hermoso ideal, aunque, difícil de mantener. Paradójicamente, puede permanecer activo dentro de un grupo íntimo de fieles, con tendencia a parecerse a una secta.
La izquierda dominante ha desatado un remolino de enemistad colectiva, bajo el amparo de la legislación sobre la “memoria histórica”
Lo normal es que a una persona le caigan bien o mal los colectivos de extranjeros o foráneos, los grupos considerados como diferentes, lejanos. ¿Por qué no va a ser natural menospreciar al adversario político, dentro de un país, y no a otros países, a otros conjuntos humanos distantes de la cultura del sujeto? Lo malo es que tal sentimiento puede llevar a la violencia.
Al menos, se considera justificado que el Gobierno del país propio trate con condescendencia a los Estados amigos y con animadversión a los demás. Es el sentido natural de la figura de los “aliados” en las guerras. En el orden internacional, no existe nada parecido a la igualdad, la que, teóricamente, se cultiva dentro de cada Estado, sobre todo, en las democracias. Sobre lo cual se admiten muchos grados.
A pesar de los razonamientos anteriores, en nuestro tiempo, se impone un insulto favorito: la “xenofobia” (literalmente, rechazo del extranjero, del foráneo). Se quiere indicar que no debe haber ningún tipo de enemistad colectiva o grupal, especialmente, si propicia la violencia. Se impone la vieja ideología del amor a la humanidad sin distinciones. La contradicción lógica y moral es que se suele tachar de “xenofobia” a los otros, a los adversarios, sin ver la paja en el ojo propio.
Se revela un odio étnico hacia los castellanoparlantes de Cataluña. Se trata de una larvada forma de violencia
En la España actual, la izquierda dominante ha desatado un remolino de enemistad colectiva, bajo el amparo de la legislación sobre la “memoria histórica”. En este caso, los foráneos no son los extranjeros, sino los mismos españoles, uno de los bandos de la II República. El propósito larvado, mediante una ley, es convencer a los españoles de que “la guerra civil de 1936 la ganaron los republicanos”. El objetivo último es conseguir que media España siga odiando a la otra mitad. Para eso, si hace falta, se reescribe la historia. La fantasía de Orwell se queda chiquita al lado de esta insensatez.
Dentro de la España actual, las autoridades secesionistas de Cataluña se han empeñado en reducir, al máximo, la enseñanza del idioma español y su utilización pública. En gran parte, lo han conseguido. No deja de ser un disparate, por lo que tiene de violencia. Ese idioma, el común para la población española y la hispanoamericana, es en el que los catalanes se pueden comunicar con el resto de España y gran parte del mundo. Además, es la lengua familiar de la mitad de los habitantes de Cataluña. Nos encontramos ante un estrambótico caso de xenofobia cultural y étnica, pues, para los que mandan en Cataluña, los castellanoparlantes son metecos. Es decir, se revela un odio étnico hacia una buena parte de los habitantes de Cataluña. Se trata de una larvada forma de violencia. Pues bien, nadie del Gobierno de España se atreve a criticar esa taimada forma de xenofobia.