«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Carlos Marín-Blázquez (Cieza, 1969) es profesor de literatura, escritor y columnista. Ha publicado hasta la fecha dos libros de aforismos ('Fragmentos y Contramundo'), un volumen de relatos ('El equilibrio de las cosas') y una recopilación de artículos ('Una escala humana'). Su último libro es 'Arraigo', un ensayo publicado por CEU Ediciones y que obtuvo un accésit en la segunda edición del Premio Sapientia Cordis. Periódicamente, sus columnas aparecen en diversos medios digitales.
Carlos Marín-Blázquez (Cieza, 1969) es profesor de literatura, escritor y columnista. Ha publicado hasta la fecha dos libros de aforismos ('Fragmentos y Contramundo'), un volumen de relatos ('El equilibrio de las cosas') y una recopilación de artículos ('Una escala humana'). Su último libro es 'Arraigo', un ensayo publicado por CEU Ediciones y que obtuvo un accésit en la segunda edición del Premio Sapientia Cordis. Periódicamente, sus columnas aparecen en diversos medios digitales.

La gran transformación

23 de agosto de 2024

Puede que todo culminara con las ceremonias catárquicas de 1992. Los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla iban a servir de escaparate para mostrar al mundo la transformación que había experimentado un país lastrado por complejos seculares. La obsesión por Europa, por parecernos a Europa, por situarnos a la altura de las sociedades europeas había adquirido niveles de fijación colectiva que lindaban con lo patológico. Recuerdo haber pasado buena parte de mi infancia y adolescencia con el sonido de fondo de los noticiarios donde se relataban las arduas negociaciones de los sucesivos gobiernos españoles para que nuestra nación fuera admitida en la Unión Europea. Recuerdo la entrada de España en la OTAN y sobre todo me acuerdo de la consulta para certificar su permanencia, en 1986, convocado por el mismo líder político que unos años antes había defendido lo contrario de lo que defendió en aquel referéndum. Pero ese cambio de criterio, ese giro abrupto en un elemento clave de la política internacional no le deparó perjuicio electoral alguno, sino que, muy al contrario, le sirvió para que su figura se revistiera de una aureola omnipotente y la práctica totalidad del entramado institucional se pusiera en adelante a su servicio.

Entretanto, a España se le hacía difícil desmentir la apariencia de país que mendigaba unas migajas de aceptación en el contexto de la escena internacional. Resultaba un tanto penoso ver a una de las naciones más antiguas de Europa llamando a la puerta de los nuevos amos continentales a fin de que la dejaran participar en su fiesta. Todo esto la sociedad española lo asumía con resignación, porque ya para entonces un inmenso aparato de distorsión cultural y pedagógica había ido creando una imagen de país atrasado, dueño de una historia cuajada de episodios atroces, y lo que Europa nos regalaría era no sólo una cornucopia de bendiciones materiales, sino algo mucho más importante a la postre: un intangible metafísico, un espíritu en sintonía con los nuevos flujos de la modernidad, la exoneración, a través de la aceptación de nuestro papel subsidiario en el concierto internacional, de todas nuestras lacras del pasado.

Como sucedería unos años más tarde con las naciones del antiguo bloque comunista, la España nacida del Régimen del 78 creyó a pies juntillas que Europa sería la solución a todos sus males. De acuerdo a las consignas que evacuaba la propaganda, perder ese último tren nos condenaría al más tenebroso de los destinos. Europa estaba ansiosa de volcar su generosidad sobre nosotros, pero teníamos que corresponder haciendo algunas concesiones. No importaba. Desmantelar nuestra industria pesada, perjudicar los intereses de nuestro sector primario, hacer entrega de nuestra soberanía económica o poner nuestra defensa al servicio exclusivo del gran hegemón norteamericano eran la contrapartida necesaria para enmendar al fin nuestro destino de nación fracasada y ganarnos el derecho a participar en un proyecto que nos encaminaría hacia un horizonte de prosperidad material y libertades políticas plenas.

1992 fue el refrendo gráfico, ante una audiencia planetaria, de que la gran transformación ya se había producido. El maná de los fondos de cohesión había permitido una mejora innegable de nuestras infraestructuras y de lo que se trataba era de que los mismos españoles creyeran que la suya era al fin una sociedad dinámica y vanguardista, curada de sus taras endémicas, plenamente homologada con los países más prósperos del entorno y en disposición de conquistar un futuro repleto de prodigios.

Pero sucedió entonces lo que acontece en algunas de esas mansiones que se hacen erigir a toda prisa los nuevos ricos. Tras la fachada de opulencia, empezaron a aflorar los defectos de construcción. Defectos que con el paso del tiempo no harían más que agravarse hasta poner en peligro la integridad de todo el edificio. Entonces, cuando lo lógico hubiera sido acometer las reformas necesarias para sanear la estructura, lo que se hizo fue perseverar en el depropósito. ¿Por qué? Porque el sistema —no una democracia representativa, sino un estado de partidos de naturaleza extractiva y clientelar— estaba ideado precisamente para eso: no para atajar los errores, sino para amplificarlos; no para contener a quienes buscan la destrucción del edificio común, sino para privilegiarlos; no para escuchar las voces de los que avisaban del desmoramiento inminente, sino para desacreditar sus denuncias; no para hacer posible una sociedad crítica y alerta, sino para crear un inmenso tinglado mediático y educativo destinado al embrutecimiento de las masas y a la difusión de una versión de la realidad distorsionada y siempre en sintonía con los intereses de la oligarquía corrupta que lo sufraga.

Ahora, en la agonía del verano, el colapso del régimen adquiere tintes grotescos. Inservible, por mero desgaste, el término «humillación» para aludir al estado de postración colectiva en el que vegetamos, nos limitamos a contemplar con distante naturalidad los penúltimos episodios chuscos que nos inflige esa cuadrilla de zánganos embusteros que medra a expensas de la siembra de la discordia y el despiece de la nación. Desvanecido el deslumbramiento inicial por aquel europeísmo de diseño que iba a catapultarnos a cotas de desarrollo nórdicas, escarmentados y moralmente exhaustos como nos sentimos, pero en realidad ya casi conformes con el destino al que una clase gobernante cínica y predatoria ha conducido a una masa de sujetos lobotomizados, quizá sólo nos reste, como melancólica tarea vital, describir los pormenores de este epílogo con la mayor precisión posible.

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