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La Gaceta de la Iberosfera
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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

La herencia

25 de octubre de 2021

La película Horizontes de grandeza, esto es, The Big Country, (William Wyler, 1958) me habría entusiasmado casi lo mismo. Esta película del Oeste, basada en la novela del mismo nombre de Donald Hamilton, toca muchos temas imprescindibles, más allá de la imaginería del western. La nobleza de espíritu del protagonista James McKey (cuyo apellido siempre nos pareció el más apropiado para los primos británicos de los Máiquez), la importancia de la propiedad, la vinculación con la tierra, un noviazgo roto justo a tiempo, uf, que para eso están, el recto dominio sobre la justa violencia, lo telúrico del ganado, la sacralidad del agua, etc. Imposible no exultar.

Pero es que encima la vi la noche de la mañana en que había asistido a una charla de Mike González, el perspicaz periodista y político norteamericano. Había manifestado éste su extrañeza porque desde el Gobierno de España no se ponga más énfasis (o alguno al menos) en reivindicar la contribución española a la historia de Estados Unidos. Tendría trascendencia geopolítica. Nos contó varios ejemplos de cómo esa españolidad sigue latente, a pesar de nuestro desinterés institucional. En Pensacola ——donde la intervención de Bernardo de Gálvez y Madrid, luego vizconde de Galveston, fue heroica y decisiva— se ven banderas de España por todas partes.

La película sostiene […] que fuera de la legitimidad no hay autoridad ni propiedad firmes y justas

Por un caso de serendipia de libro, resulta que la herencia española es la clave de la película de William Wyler, como quien no quiere la cosa. El rancho en disputa se llama «Valverde», en un español sonoro y lleno de sentido. Es la propiedad donde están, ojo, las fuentes de agua que no dejan de manar, y de las que dependen, cuando aprieta el estiaje, todas las ganaderías anejas. Pertenece a Julie, una joven que se apellida Maragon, lo que remite a Aragón como el apellido Dávila a Ávila. Por si no fuese suficientemente transparente el simbolismo, se nos cuenta que la propiedad de esa finca fue un obsequio del rey de España al tatarabuelo de la joven.

Podría ser mero oropel histórico, pero no lo es, porque la película, entre tiro y tiro y puñetazo y puñetazo, tiene mucho cuidado en plantearse en serio el problema de la legitimidad. La de origen ya vemos que nace de la Corona española; la de ejercicio, que también importa muchísimo, deviene de la postura de Julie Maragon, dispuesta a tratar con equidad a todos los nuevos ricos que poseen tierras adyacentes. McKey encuentra la llave de la propiedad, de ambas legitimidades y hasta del amor a fuerza de ejercer una templada nobleza de espíritu, que, si no, de qué.

Pero la hispanofilia no cesa. Un personaje secundario fundamental es Ramón Gutiérrez, el único hispano de pura raza (de la cósmica) de la película, si exceptuamos a la Maragon, que es —significativamente— morena. Aunque ahora trabaja para otra familia, González es un antiguo criado de los propietarios de Valverde, y su corazón y su fidelidad («qué buen vasallo, porque tuvo —y quien tuvo, retuvo— buena señora») pertenece a Julie Maragon, a la que no deja de rendir pleitesía por cómodo que esté en su nueva situación. 

No puede ser casual que Gutiérrez sea el primer aliado que encuentra Jim McKey. Esa acogida instintiva y popular prefigura el final de la historia: es una ironía sofoclea. Se constituye en implícito lazo de unión. Dice Julie: «Ramón Gutiérrez me montó en mi primer pony». Contesta McKey: «Pues a mí me montó, casi, en el último». Y el espectador despistado siente que una corriente eléctrica le ha atravesado de arriba abajo. En las escenas finales cabalgan juntos, Maragon y McKey, por supuesto, pero, junto a ellos, Gutiérrez y hacia «Valverde».

En Estados Unidos, a pocos centímetros de la superficie, late una profunda sintonía con la herencia española

La película sostiene, como un implícito y amenísimo tratado de política tradicional, que fuera de la legitimidad no hay autoridad ni propiedad firmes y justas. O devienen esnobs y avariciosas (los Terril) o salvajes y envidiosas (los Hannassey). Sólo alrededor de la fidelidad a las fuentes se reencuentra la paz, la cultura (la señorita Maragon es, además, la profesora del pueblo), la convivencia de la comunidad y, en última instancia, el amor.

Resulta bastante probable que ni William Wyler ni Donald Hamilton se propusieran crear un filme legitimista ni iberosférico. Como las fuentes de «Valverde», el mensaje de la película mana naturalmente, porque así lo marca la historia de una tierra (the big country) que no puede renunciar a lo que fue. Descubrirlo es la función del espectador atento, como explica Chesterton: «La función del crítico, si de verdad tiene una función legítima, sólo puede ser una: ocuparse de la parte subconsciente de la mente del autor, que sólo el crítico puede expresar, y no de la parte consciente, que el autor puede expresar por sí mismo. O el crítico no sirve para nada o su trabajo consiste en decir cosas sobre un autor que harían que éste saliera despavorido». Por ejemplo, el hispanismo subyacente de esta gran película.

No nos había dicho otra cosa Mike González esa misma mañana. En Estados Unidos, a pocos centímetros de la superficie, late una profunda sintonía con la herencia española, que nadie tiene el derecho de ignorar y que a todas las partes nos interesa mucho reivindicar. Es un tesoro escondido.

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