Graham Greene tiene un relato soberbio, de apenas veinte páginas, donde desarrolla una trama sorprendente: en el Londres de los años posteriores al final de la II Guerra Mundial una pandilla de adolescentes acoge entre sus filas a un nuevo miembro que, desde el momento de su aparición, destaca por irradiar un carisma misterioso. Para hacerse con el liderazgo del grupo, el recién llegado les sugiere a los chavales algo tan descabellado como introducirse en la casa de un anciano durante los breves días en que éste permanecerá ausente y proceder a desmantelarla por completo. El escepticismo inicial que su propuesta suscita pronto se desvanece ante la determinación mostrada por Trevor —así se llama el protagonista— y el fulgor, casi diabólico, de la astucia con que ha planificado su fechoría.
Ya en el interior de la casa —una vieja casa que se salvó por muy poco de los bombardeos alemanes y que ahora se mantiene en pie gracias a las vigas que apuntalan su fachada— los muchachos se desenvuelven con una disciplina admirable. Bajo las órdenes de Trevor, erigido en adelante en el indiscutible nuevo líder de la pandilla, y hermanados por el propósito común de concluir su tarea antes de que el propietario regrese, los chavales trabajan imbuidos de la encarnizada voracidad de un ejército de termitas al que el apremio de sus instintos les eximiera de cualquier consideración moral. Ningún dato indica que se trate de adolescentes marginales; sólo son muchachos de clase media, acostumbrados a divertirse en la calle, y que, hasta el día en que Trevor les hace partícipes de su plan, se dedicaban a sortear el aburrimiento recurriendo a las pillerías típicas de su edad.
El relato encierra una reflexión más bien sombría acerca de la casi irresistible fascinación que ejerce el mal sobre los seres humanos. Desde el primer instante, las objeciones que presentan los muchachos al proyecto de Trevor son, o bien de orden material, o bien originadas en su temor al castigo que les puedan aplicar en caso de que sean descubiertos. No hay un solo reparo basado en el daño que están a punto de inflingirle al propietario de la casa; en el sufimiento, en definitiva, que van a causarle a otra persona. Esta atracción por las vertientes más oscuras de la personalidad se canaliza a través del hechizo que ejerce sobre el grupo un temperamento fuerte. Su influjo, casi fulminante, logra que se desvanezcan las dudas. En la que probablemente sea la escena más perturbadora de la historia, al final de la primera jornada de destrozos, mientras uno a uno el protagonista va prendiendo fuego a los billetes que son todos los ahorros que el anciano guardaba en un colchón, uno de los muchachos se interesa por los sentimientos que alberga Trevor hacia el dueño de todo aquello. «¿Le odias mucho?», le pregunta. A lo que Trevor responde: «Claro que no le odio. Si lo odiara, esto no tendría gracia. Todo esto del amor y el odio son tonterías. Sólo existen las cosas, Blackie».
Esa frialdad susceptible de racionalizarlo todo, esa capacidad de distanciamiento en mitad mismo de un hecho atroz por parte de quien lo está cometiendo es lo que le confiere a la acción en curso una carga añadida de perversidad. No se trata de una venganza contra nadie, sino de una concepción de la existencia de acuerdo a la cual no hay entretenimiento genuino que no implique destruir, hacer el mal. Pero un mal premeditado y, a la vez, desentendido de implicaciones emocionales, un mal que resulte atractivo tanto por la sensación de poder que depara como por el sentimiento de impunidad que acaba proporcionando.
La destrucción de una casa ajena por parte de unos adolescentes ociosos se convierte así en la metáfora de un mundo infectado por la cepa corrosiva del nihilismo. Pero podría interpretarse también como una alegoría del absurdo del momento político que vivimos en la medida en que en esa casa del anciano ausente, destruida desde dentro por la metódica saña de la pandilla de muchachos que se ha enseñoreado de ella, acertáramos a identificar la casa común que nos cobija a todos. ¿Acaso no es ésa la impresión que albergamos unos cuantos de nosotros? ¿Acaso no sentimos temblar cada día los pilares de aquello que tanto costó edificar? ¿No es una experiencia lastimosa, descorazonadora incluso, contemplar el avance diario de esa tenacidad erosiva, meramente destructora, y que no es sino la marca del desinterés de los mediocres por preservar lo heredado, la prueba de su completa carencia de visión política, de su adanismo fatuo y de su falta de compromiso con nada que no sea la defensa de sus intereses particulares?
«Sólo existen las cosas», sentencia el protagonista del relato de Graham Greene. Pero si sólo existen las cosas, es decir, la esfera de los intereses materiales y el ansia de prevalecer y medrar a costa del dispendio irresponsable de un patrimonio común, entonces deberíamos ir preparándonos para lo peor. «Se está dando por sentado que una arquitectura institucional lo aguanta todo —ha reflexionado el historiador Alejandro Rodríguez de la Peña—. Hasta que tocas un muro de carga y, de repente, todo se viene abajo». Y es entonces, en mitad del esplendor de la hora de los destructores, cuando, casi de un instante para otro, nos descubrimos a la intemperie, sin muros ni techos que nos protejan, preparados para ser disueltos en esa nada global, tecnológicamente gestionada y con apariencia de granja temática que parece ser el destino que los actuales señores de la historia nos tienen reservado.