«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

La lucha por todo

9 de febrero de 2024

Si las movilizaciones de los agricultores fuesen la reivindicación de un sector económico más, ya serían muy respetables. Yo, además, sumaría un plus de solidaridad, tratándose de un sector especialmente vapuleado por las crisis, los precios de los carburantes y el manoseo intervencionista del mercado. Y todavía confluyen muchos otros factores que hacen que lo que sería una reclamación justa y lógica, normal, equiparable a tantas de otros tantos sectores, adquiera una importancia política y filosófica capital.

Nada más hay que ver el desdén lleno de miedo con que los sindicatos mayoritarios abominan de los agricultores. Este paso al lado con zancadilla incluida o puñalada por la espalda ya nos está señalándonos un problema de distinta dimensión. Por tanto, hay que escuchar las palabras de los sindicalistas y de los políticos de izquierda. Son significativas.

Pecan de un clasismo (inverso) que inquieta. Aseguran que no son reivindicaciones dignas pues quienes luchan por su pan y el de sus familias no son trabajadores en sentido estricto, porque no lo son por cuenta ajena. Al clasismo se une, de una manera muy evidente, el odio a la propiedad. Si se trata de propietarios, entonces, pueden ser ahogados económica y legislativamente sin que nadie mueva un dedo y se solidarice con ellos.

Confluyen en este odio el famoso de los comunistas contra los kulaks, a los que aniquilaron sistemáticamente, y el odio 2.0 de la Agenda 2030 y ese lema de «no tendrás nada y serás feliz», que, en realidad, debería ser «no tendrás nada y seré feliz». De manera que aquí hay otra cosa importante que agradecer a los agricultores. Se levantan también por lo nuestro en el sentido más literal del pronombre posesivo: por el concepto mismo de la propiedad.

Las tractoradas también son una defensa del sentido común, el más desamparado de los sentidos. Lo racional a estas alturas es temernos la venganza del campo, que, asfixiado por normas y tasas, nos llevaría a la escasez y a la inflación. Ojalá no lleguemos a ese extremo, pero desatender las justas demandas del campo es poquísimo inteligente; y la estupidez se paga siempre y muy cara. También hay una indiscutible falta de patriotismo cuando se confía en que serán terceros países los que nos llenarán la despensa. Hemos malbaratado la soberanía política, renunciado a la soberanía energética, desmantelado la soberanía industrial, abandonado la soberanía tecnológica… y ahora quieren desecar la soberanía alimentaria.

Los agricultores defienden una ecología a escala humana: un conservacionismo a pie de terreno, como defendíamos hace unos días. Siendo la ecología postmoderna uno de los dogmas que quieren imponernos, los tractores que se manifiestan sostienen, junto a sus derechos, la propiedad, la razón, el patriotismo y hasta la libertad de pensamiento.

¿Acaba aquí nuestro interés en las movilizaciones? En absoluto. Otro desdén más fácil que se está echando sobre los manifestantes es que no son jóvenes. El juvenilismo como ideología totalitaria se ha extendido de una forma transversal. Parece una moda chic, pero resulta gravísimo, por el desprecio que conlleva a una parte importantísima de la población, que sostiene sobre sus hombros –cada vez más encorvados– nuestra economía. Por otra parte, como vio muy bien Julián Marías, absolutizar la juventud inocula una angustia contrarreloj a los jóvenes actuales que ven cómo —mes a mes— se precipitan en eso que les han animado a despreciar: un señor mayor.

He dejado para el final el peor insulto que se dirige a los agricultores. Se les dice con cara de profundo desprecio que son… «¡empresarios!». Empresarios necesitamos tanto como la lluvia y como la inteligencia política; y nos faltan igual. Con los índices de paro españoles o tenemos emprendedores que creen puestos de trabajo y riqueza, o nos hundimos con todo el equipo. El odio de la izquierda al empresario, que considera sinónimo de explotador, es tan obtuso como suicida. Cada vez que alguien insulta a los empresarios muere una porción de nuestro futuro y nuestra prosperidad. Desdeñar a unos trabajadores porque son los dueños de la tierra o porque son autónomos o porque contratan a otros trabajadores nos empobrece a todos y manda un mensaje envenenado a la sociedad.

Los agricultores no sólo defienden su modo de vida, siendo eso ya suficientemente legítimo. También defienden el nuestro. En Los persas de Esquilo, ante la batalla de Salamina, los atenienses se decían que era «la lucha por todo» frente a unos persas que pretendían imponer el imperialismo de Jerjes, hecho de globalismo y servidumbre. Los agricultores, hoy, luchan por todo.

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