Sumar tiene 31 escaños y dos puestos en la Mesa del Congreso. VOX tiene 33 escaños y cero puestos en la Mesa del Congreso. Es la foto final de un despropósito del Partido Popular (nunca en democracia una tercera fuerza parlamentaria con más de 30 escaños ha quedado fuera del órgano rector de la Cámara) que refleja y revela, en realidad, un problema mucho más profundo: la relación de los de Génova 13 con quienes son sus socios de Gobierno en cuatro comunidades autónomas. Y, aunque la lógica debiera centrar nuestra atención en problemas más tangibles para los españoles (el litro de aceite de oliva a 9 euros, por ejemplo), merece la pena dedicar tiempo a la anécdota de la Mesa por lo que, como se decía arriba, subyace de fondo.
Las conversaciones entre PP y VOX para que este último obtuviera un puesto en la Mesa del Congreso no son noticia. Se contaron en público: lo hizo el secretario general de VOX, Ignacio Garriga, en una entrevista el 11 de agosto en Radio Nacional, en la que explicó que existían «conversaciones con el Partido Popular para tener un hueco en la Mesa». Lo hizo también el presidente del partido, Santiago Abascal, el miércoles previo a la sesión constitutiva, cuando dijo de forma clara que su formación estaba dispuesta a apoyar al Partido Popular y que contaba también con tener una vicepresidencia. Y se expresaron también en privado, como ha confirmado el partido de Abascal, en distintas conversaciones con miembros del PP.
¿Qué pasó entonces? Que apenas dos horas antes del inicio de la sesión constitutiva los de Génova supieron que sus opciones a la presidencia del Congreso se habían esfumado. Junts anunciaba acuerdo con el PSOE y los votos de VOX —apoyos de los que Feijoo había presumido el día antes en el Congreso con su famoso «tenemos 172 votos»— eran ya inservibles para alcanzar el gobierno de la Cámara: los 172 votos que atesoraba Feijoo no podían competir con los más de 176 que había conseguido Sánchez. Y ante esta tesitura, el PP tenía dos opciones: mantener el diálogo con VOX y ceder uno de sus cuatro puestos en la Mesa a los de Abascal —del mismo modo que el PSOE cedió dos puestos a Sumar, por ejemplo— o, echarse al monte y dar la espalda al socio con el que gobierna en cuatro comunidades autónomas; al partido que le había ofrecido su apoyo patriótico para una eventual investidura; al actor imprescindible para cualquier suma de mayorías. Y esto último fue lo que hizo. Un alarde de diplomacia y cortesía parlamentaria que los de Génova, al parecer, pensaron serviría para «distanciarles» de cara a terceros de la antipática e incómoda «extrema derecha». Sí, la misma con la que gobiernan en tantos lugares de España.
Se llegaba así, con ese bofetón sin mano, a la primera votación, la del presidente de la Cámara, que deja otra anécdota imperdible en esta crónica del despropósito. Desconcierto y sorpresa mayúscula en la bancada popular cuando comprueba que esos a los que acaba de cerrar la puerta; esos a los que acaba de dejar sin representación en la Mesa, responden al precioso gesto retirando el apoyo a la candidata popular, Cuca Gamarra —apoyo, como recordarán, meramente gestual y del todo irrelevante a efectos de suma parlamentaria—, y optan por votar a su propio candidato. La maquinaria de Génova se pone en marcha para señalar a los periodistas el gesto de los de Abascal: no se había comunicado; se desconocía; no se contaba con esa modificación del guion… —porque, claro, todo el mundo sabe que lo lógico en política es que a un feo se responda con una caricia, claro que sí—.
Mal mes el de agosto para las ideas creativas. Con España de vacaciones, la cuestión de la Mesa se convirtió en asunto central de unas vaciadísimas tertulias, que olvidaron lo que acababa de pasar en el Congreso: que un prófugo de la justicia española, un señor que no puede pisar territorio nacional sin ser detenido, había decidido con su plácet el futuro del Congreso y, seguramente, de la nación. Pero la cúpula del Partido Popular se reunía esa misma tarde en la sede para abordar la cuestión de la Mesa y para analizar cómo responder a los de Abascal. Reunión que acabó, si nos fiamos de las crónicas políticas —que ponga cada cual la cuarentena que prefiera—, con una inteligente conclusión: cuanto más lejos de VOX, mejor. Los de Feijoo consideraron correcto aislar en el Congreso a su socio en varios gobiernos autonómicos porque ese gesto les acercaba, al parecer, a interlocutores tan fiables como el Partido Nacionalista Vasco, seguramente muy del agrado de los votantes populares.
Mientras, al otro lado del tablero, los de Santiago Abascal se dedicaban sólo a una cosa: a reiterar la necesidad de conformar una alternativa al frente anti-España que había dibujado la jornada constituyente y a pedir explicaciones a un Partido Popular al que reclamaban claridad en su relación con ellos. ¿Valencia o Murcia? ¿Encuentros o desencuentros?, preguntaba VOX.
Y así, mientras Sánchez teje una amplia red de investidura que puede llevar a España a un precipicio económico, social, ético y nacional, en Génova resuenan todavía los ecos de una reunión convocada, parece ser, para estudiar cómo matar a VOX. Altura de miras. Sí, señor.