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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

La Odisea

3 de abril de 2022

 El lunes o el martes pasado falté a mi cita en esta columna. Nunca había sucedido. La reanudo ahora y, si se me autoriza a ello, recuperaré el ritmo dentro de un par de días. Todo tiene su explicación, aunque no siempre sirva ésta de justificación.

La verdad es que me vine hace ocho días a Atenas ‒y digo «vine», porque en Grecia (y en gracia) sigo, y desde ella escribo‒ acaudillando, junto a Javier Sierra, a una brava tropilla de mis fieles eleusinos con el apoyo logístico de gentes tan preclaras como Luis Alberto de Cuenca, David Hernández de la Fuente y la señorita Nouvelle Vague, que es mi novia, y bien guapa, por cierto, quizá por aquello de que la caridad empieza por uno mismo y por sus partes.

En buena hora la invité a participar en la expedición, que en teoría era de carácter meramente filosófico, aunque al hacerlo todavía no sabía yo que esa decisión iba a salvarme le vida. Ya llegaré a eso.

Íbamos a celebrar por primera vez desde su fundación el Trigésimo Cuarto Encuentro Eleusino (busquen la web «encuentroseleusinos.com») en la casa madre. O sea: en el yacimiento arqueológico de la mismísima Eleusis, a diecisiete kilómetros de Atenas, allí donde los sacerdotes y, sobre todo, las sacerdotisas de la diosa Deméter y de su hija Proserpina abrieron una plutonía de acceso a los ínferos para que las gentes de la Hélade, de Roma y del mundo antigua se iniciaran allí en los misterios menores y mayores de la vida, de la muerte y del retorno a aquélla.

El yacimiento es riquísimo, copioso, fascinante, emocionante… Conmueve y arrolla, pero no éste el lugar adecuado para describirlo.

Terminó, tras dos jornadas de intensas ponencias, el Encuentro, volvieron a España los eleusinos, y Nouvelle Vague y yo, ya a solas, agarramos un avión de élite, digo, de hélice para volar a la isla de Samos y desde ella, en un transbordador, a la de Patmos.

También esto tiene su explicación. Quería yo visitar la gruta del Apóstol Juan radicada allí ‒convencido, como expliqué en mi anterior columna, de que ya ha comenzado el Apocalipsis (pandemia, Ucrania, Sánchez, meteorología, vulcanología, sismología. desabastecimiento…)‒ para tratar de entender lo que en ese gran rito de paso se ventila.

Y fue en Patmos, cómo no, donde se desencadenó mi particular Apocalipsis. También podría llamarse Odisea, y así lo he llamado.

 Y el de mi novia, claro, que se portó como lo hubiese hecho Penélope.

El caso es que en Patmos hicimos bastante el burro. Lo primero fue visitar la Gruta de la Revelación y allí empezó la danza. Nos entró un arrebato de… ¡Huy! No puedo decirlo, porque fue de carácter excesivamente íntimo, místico e incorrecto. Casi nos pesca un pope cuando andábamos metidos en él. Salimos ya lanzados y en menos de dos días, de aquí para allá, nos soplamos entre los dos cuatro daiquiris más doce cubatas de whisky y nos abandonamos en cinco ocasiones, todas ellas muy vivaces, a los placeres del sexo. 

Perdonen ustedes que sea tan explícito, pero como bien dice Carrère en su magnífica novela Yoga (Anagrama) «la literatura es el lugar donde no se miente».

Después de toda esa locura, ya arropaditos en la cama y se supone que dormiditos, yo abrí los ojos, creí ver una luz difusa en la ventana, pensé que amanecía y que se nos iba el ferry que debía devolvernos a Samos, me levanté de un salto, fui a cerrar la persiana y comprobé que el resplandor era fruto de mi fantasía o una manifestación del Apocalipsis, regresé a la cama, empecé a oír un ruido ensordecedor que tampoco existía, según me explicó luego Nouvelle Vague, y que a buen seguro eran las trompetas del Apóstol anunciando la batalla de Armagedón. Y fue entonces, cuando mi gentil acompañante se asustó, me interpeló, comprobó que decía tonterías o palabras ininteligibles y que sufría convulsiones, me colocó una pastilla de cafinitrina en la boca, la escupí, metió un dedo en ella, le aticé un buen mordisco, se asustó más, me hizo una RCP, empezó a telefonear a medio mundo, consiguió que desde Samos, donde estaba el único hospital existente en la zona nos enviasen una lancha rápida y medicalizada, me llevaron hasta ella en ambulancia y…

 Allí empezó la genuina Odisea y el auténtico Apocalipsis. Fue de locos, literalmente, como verán, pero tendrán que esperar a la próxima columna. En éste de hoy ya no cabe más.

 ¡Ah! La lancha en cuestión se llamaba Drago 500.

Palabra. Adjunto foto.

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