No me gustan los gritos acompasados, la masa alineada, los eslóganes grupales ni las películas de moda. No me gusta el juicio irreflexivo de la caterva, pensar para no ofender a colectivos ni los abajofirmantes de mogollón que no leen ni la carta que suscriben. No me gusta las hordas irritadas arengándose mutuamente ni la bulla del estadio fervoroso ni los comandos de la cancelación,ni las gigantes manifestaciones, incluso las que están de acuerdo conmigo.
No me gustan los tuyos y los míos ni las siglas que cercenan ni los superventas de autoayuda; tampoco los demás superventas. No me gusta escuchar lo que escucha todo el mundo, las series obligatorias ni esas novelas que alguien dice que debes leer antes de morir. No me gustan las alusiones ilusorias a la democracia «que nos hemos dado» ni los consensos que esquivan consensuar ni las malditas diez o doce mismas palabras que en cada época hacen subir el caché del conferenciante más charlatán.
No me gusta que me lo den hecho muchos otros ni la condescendencia estandarizadora de una quimérica Inteligencia Artificial ni los que confunden ser parte —a duras penas— de una iglesia con dejar el cerebro en la puerta ni las sectas que arrasan por igual todas las aristas de la personalidad para robarte el alma y la voluntad.
No me gustan las rubias de portada que desea todo el rebaño, los influencers predicadores de naderías agregadoras ni este siglo que todo lo agrupa en ficticios colectivos. No me gusta pensar en lo que sienten las comunidades, porque nada siente salvo el individuo, ni las canciones con mensaje ni el humor cuya risa es obligada ni la palmadita legitimizadora de los líderes de opinión.
No me gustan las políticas maleducativas que igualan alumnos empobreciéndolos ni las acciones colectivas programadas ni la jodida obsesión por la resiliencia de gentes que creen que el latín es un ritmo musical que permite mover mucho el culo. No me gustan los vídeos virales ni los millones de compartidos ni el exceso de corazones en las fotos ni las tendencias que no tienden a nada más que a idiotizar a la sociedad ni las culturas importadas introducidas con calzador en el feliz transcurrir de los días locales.
No me gustan los premios que otorga el público, la fama de la noche a la mañana aupada por la histeria de las gentes ni las operaciones estéticas que igualan a un único modelo. No me gusta la diversidad aglomerada con el pegamento de la propaganda ni el revisionismo estúpido de la historia con los ojos adecuados al siglo XXI ni las marcas que todos los jóvenes deben lucir para sentirse parte de no sé qué ni la obsesión digital por hacer partícipe de cualquier interioridad personal al inmenso cosmos del anonimato.
No me gusta el empeño político por normalizar lo anormal, por etiquetar y empaquetar identidades hasta diluirlas ni las lágrimas de cocodrilo acompasadas y prefabricadas ni los pueblos que han perdido su alma, arrasados por la estética de globalizadora de las urbes que ya hemos perdido. No me gusta la globalización que destruye historia, tradición, y soberanías ni los inmensos edificios públicos de inspiración soviética ni las utopías que prometen un mundo feliz ni las odiosas salas de espera de lo que sea que haya que esperar ni las colas en los pubs de moda ni los poderosos que manejan a personas como quien pastorea ganado.
No me gusta la redistribución que es robo individual en nombre de algo colectivo, no me gustan los millones de estándares que exige la burocracia de Bruselas; ni nada que venga de la burocracia de Bruselas. No me gusta gustarle a todo el mundo ni lo contrario ni el linchamiento colectivo de cualquier individuo solitario ni el abucheo coral de las bestias odiadoras ni el aplauso irracional instigado que nada tiene de espontáneo.
No me gusta, en fin, todo aquello que reduce al individuo a la pieza igualitaria de un puzzle ni la gente que nunca se esfuerza en comprender las motivaciones personales del otro ni el tibio, cobarde, que se refugia siempre en mayorías para pasar desapercibido y hacer del apetito insaciable de su miedo su única razón de vida.
Llegamos solos al mundo. Nos iremos solos. La conciencia es individual. Y la salvación eterna también lo es.