Canadá es el laboratorio de estupidez de Occidente. Si algún gobierno del mundo cree que ha levantado la liebre e inventado una tontería woke realmente inédita, que mire bien, porque apuesto lo que quieras a que el idiota de Trudeau lo habrá hecho antes, o la influencia de su campo gravitatorio de taras diversas habrá atrapado a otro canadiense dispuesto a hacerlo. La luz viaja a la velocidad de la estupidez posmoderna.
A raíz del colapso intelectual a pares de López Obrador y la chica de apellido de onomatopeya pirotécnica, Sheinbaum, he recordado que Canadá ya organizó hace tiempo una ceremonia de reconciliación con los pueblos indígenas. El asunto, organizado por un grupo de escuelas canadienses, consistió en la quema de 5.000 libros, incluyendo ejemplares de Tintín, Astérix y Lucky Luke. Ah —inserte aquí un suspiro—, me encanta el olor a intelectual frito por las mañanas.
Siguiendo este modelo canadiense, apoyo ahora que el Gobierno organice ahora un acto de reconciliación con los indígenas mexicanos con presencia de todo el Consejo de Ministros. En vez de quemar libros, que es más propio de los aborígenes canadienses, lo más diplomático es que nuestras autoridades se dejen comer o, en su defecto, arrancar el corazón, en caso de tenerlo. Como dicen los cursis, sería un win-win de ceremonia para España, porque nos reconciliamos con los mexicanos y a la vez acabamos con el problema del paro.
De todos modos, la introducción se me ha ido de las manos porque no venía a hablar de ninguna de esas cosas. Si no de libros infantiles. Veamos. Cuando era niño los cuentos tenían historias convencionales. Ya sabes, un lobo idiota, una niña a la que le faltaban unos cuantos hervores, un héroe muy valiente, y un malo despiadado. Hace unas semanas perdí una tarde ojeando los libros que la bibliotecaria de colegio —inserten aquí sus comillas— católico recomienda actualmente a unos niños de siete a once años y, si te soy sincero, creo que harán un trabajo intelectual más fecundo si se pasaran todo el maldito día jugando a la Play Station en lugar de leer esa inmensa montaña de basura.
En el primer cuento, una especie de superhéroe claramente emparentado con la niña de la curva (AKA Greta Thunberg) se dedica a reñir a los niños que no reciclan bien la basura. En el segundo, un monstruo de aspecto repugnante, maleducado, sexualmente ambiguo, y pretendidamente gracioso, explica que todos somos diferentes e igual de válidos sea cual sea el color de la piel, nuestra preferencia sexual, nuestro aspecto, o nuestras costumbres. Lo cierto es que, aunque tal vez no se haya dado cuenta, bajo esa misma premisa, el autor me está equiparando, por ejemplo, con un yihadista del Estado Islámico; y no puede ser, porque yo tengo mucha más mala leche que cualquiera de ellos cuando se trata de torturar a escritores woke.
En otro cuento, la historia es de una niña, una heroína feminista, que da lecciones a los hombres mayores, que entre todos parecen sumar la inteligencia de un fósil de mejillón. También he encontrado otro sobre la vida de un niño refugiado, que es como un bostezo interminable; he intentado leerlo y me he quedado dormido antes de llegar al primer cayuco a la deriva por el Mediterráneo. ¿Cómo puede ser un autor tan estúpido como para no lograr siquiera algo conmovedor sobre un niño refugiado? La respuesta es fácil: porque no escriben con el corazón, escriben con la ideología.
Me pregunto entonces qué es peor: ¿que los autores y editores de literatura infantil se hayan vuelto locos, o que los profesores y bibliotecarios de escuelas aparentemente normales den cabida a esto?
Como escritor, me planteo iniciar una campaña legal contra todos ellos. Me cuesta muchas horas a la semana conseguir que la gente lea cada uno de mis párrafos con cierta alegría, y más aún pescar en el caladero de la gente joven algún nuevo lector. Lo único que no necesitaba es toda una generación de niños desincentivados para la lectura, por culpa de la obsesión infantil de esta secta progresista. Quizá la mejor defensa es un buen ataque: estoy pensando en escribir un cuento infantil sobre un superhéroe de género increíblemente definido que se come a idiotas que dan la lata con el reciclaje, la diversidad, la justicia social y el calentamiento global a los niños.