«Perro no come perro» es, con seguridad, la máxima más absurda de cuantas rondan al maltratado oficio del periodismo. Es el típico estribillo corporativista que solo sirve para eludir responsabilidades cuando algo sale mal y, de paso, para ponerte a salvo con el escudo del hoy por ti, mañana por mí. En la degenerada agenda ideológica de este Gobierno, y de varias generaciones de políticos de ética laxa y avestrucismo, los medios de comunicación han tenido un papel protagonista. De igual modo que lo están teniendo hoy en la histeria climática que muchos periodistas con nombre y apellidos llevan años impulsando; algunos de ellos todavía tienen la desfachatez de indignarse ahora por las consecuencias, solo ha hecho falta que les prohibieran circular con su coche por el centro de la ciudad, o que se cierna sobre ellos la amenaza de tener que cambiar su diésel por uno eléctrico. Callan como piedras ante la gran pregunta: ¿por qué das a los demás lo que no te darías a ti?
Por supuesto que perro como perro y estoy encantado de mordisquearle la tibia a todos los que desde sus atalayas mediáticas han tratado de normalizar, con historias tendenciosas, de extrema excepcionalidad, y altamente emocionales, el hecho bárbaro de la amputación de órganos sexuales a menores de edad. Porque aún se llaman órganos sexuales y no órganos de género.
Sin esos reportajes en la portada de los magazines dominicales, con la imagen de un niño de espaldas y esos gruesos titulares en los que asegura que por fin es feliz a sus quince añitos porque ha cambiado de sexo, y esa imprudencia de hacer de la excepción la norma, jamás un político se habría atrevido a respaldar la enloquecida ley trans de consecuencias devastadoras; ni los actuales políticos ni los que antes avanzaron en idéntica dirección, los que sucumbieron al bombardeo sentimental mediático plegándose a la barbarie, ocultos en la unidad de voto del PSOE y del PP.
Ahora uno de los muchos medios que ha contribuido a llegar hasta aquí con reportajes llenos de globitos y sonrisas trata de dar visibilidad a la otra cara, a la cruda realidad, al arrepentimiento trans, con las mismas armas del sentimentalismo extremo que se emplearon anteayer para empujar a la opinión pública y a la clase política a destrozar infancias: así, la niña que pide explicaciones al Estado por haberle extirpado los pechos y el útero ocupa hoy el lugar de la cría convencida que, a menudo junto a sus padres, hace un año exigía derechos de «reasignación de género» al Estado, relatando el «calvario» vivido en el colegio y los hospitales, y lo urgente que era poner fin a esta situación de exclusión que afectaba, teóricamente, a miles y miles de niños. Nunca hubo tantas solicitudes de cambio de sexo en adolescentes en Estados Unidos como después del circo mediático de Elliot Page en el programa de Oprah Winfrey.
Las mismas revistas o los mismos programas de televisión que hacían campaña emocional por la eutanasia con Ramón Sampedro como supuesto paradigma del solicitante son los que hoy se escandalizan del turismo de la muerte en Europa de enfermos cuya dolencia insoportable e incurable es una depresión; los mismos que coquetearon editorialmente con las leyes de género hasta el infinito, los que fueron pioneros en adoptar el lenguaje woke antes de que se inventara wokismo, y los mismos que pasado mañana nos amenizarán el domingo con la historia de amor incomprendido de un hombre que está enamorado de sus perros y quiere casarse con uno de ellos y que el Estado les reconozca como familia numerosa híbrida.
Que no miren a otro lado. Han sido ellos los que escribieron esas historias cargadas de intenciones, empapadas de lágrimas y sensiblerías irracionales, los que crearon el clima para que pudieran aprobarse leyes, y los que contribuyeron a volver locos a padres e hijos afectados por las dudas y temores. Son tan responsables o más que los directamente implicados, que los legisladores, los autores y los directores y editores de periódico que lo consintieron porque el morbo vende, o porque creían que el acento progre en sus páginas sociales haría parecer más modernos a sus periódicos conservadores, o los responsables de programas de televisión de media tarde que creían que unos sollozos de un quinceañero confuso con su identidad podría subir un poco la audiencia.
Es fácil echarle la culpa a Irene Montero, que obviamente la tiene, pero nos engañaríamos si obviáramos el papel crucial de quienes han trabajado dura e irresponsablemente durante años para moldear la opinión pública, para inventarse que el progreso de una sociedad pasa por amputarse e inflarse a hormonas en plena adolescencia, y que tal cosa era lo más normal y natural del mundo, confundiendo y confundiéndose.