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Nacido en Madrid, de madre inglesa, casado y padre de cuatro hijos, es un empresario, abogado y articulista que pasó más de una década inmerso en el mundo de la política madrileña. Sus pasiones son escribir, la empresa y la política.
Nacido en Madrid, de madre inglesa, casado y padre de cuatro hijos, es un empresario, abogado y articulista que pasó más de una década inmerso en el mundo de la política madrileña. Sus pasiones son escribir, la empresa y la política.

La serpiente

27 de noviembre de 2022

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la historia de los países occidentales se podría ilustrar con un zigzag entre políticas socialdemócratas y liberales que han traído una enorme prosperidad.

Este zigzag requirió de algunos ajustes en el lado de la derecha como fueron las liberalizaciones de Reagan y Thatcher en los años ochenta. Unas liberalizaciones que pretendían limitar el poder que se había exacerbado en el Estado. Unas políticas de devolución del poder a la sociedad y siempre con la vista puesta en tratar de robustecer las clases medias y mejorar la movilidad social para que los de abajo pudieran subir.

Pero algo se torció y la socialdemocracia degeneró en el «wokismo» y la división, y el liberalismo degeneró hacia un neoliberalismo globalista que esquilma las clases medias e impide el ascenso social. Neosocialismo y neoliberalismo confluyen en un capitalismo moralista (muy bien descrito por Quintana Paz) de grandes corporaciones que se dedican a depredar mientras asumen toda la agenda «woke»: ecologismo, políticas de género y demás movimientos chic que conforman el consenso «progre».  

Las grandes corporaciones se saltan hasta los derechos más elementales

Vivimos una degeneración del liberalismo hasta negar sus indudables bases morales que impregnan toda la obra de Adam Smith y otros popes del liberalismo como Popper o Berlín y que resume genialmente Marañón en su célebre afirmación «se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio…».

Los ejemplos de depredación son muchos, como las grandes corporaciones financieras que no han dudado en arruinar a sus clientes y accionistas mientras sus ejecutivos se hacían multimillonarios o las subidas de precios de la energía muy anteriores a la guerra de Putin, por cierto. Pero hay más ejemplos. La congelación de los precios de los productos agrícolas y ganaderos generando un problema grave de éxodo rural, la creación de una sociedad erótico capitalista que inunda de sexo el consumo, la publicidad y la industria del entretenimiento, y también una gran parte de la cultura y el arte mientras, otra paradoja, la demografía se desmorona. 

No estamos en el mundo distópico al que apuntan muchas películas, pero nos aproximamos a gran velocidad

Las grandes corporaciones se saltan hasta los derechos más elementales, como han hecho algunas tecnológicas con la libertad de expresión o de empresa. Hay una política deliberada de inmigración para mantener los salarios bajos (salvo los del Estado), pues siempre habrá un inmigrante que hará el trabajo de forma más barata. O el hecho de que la última crisis económica, la de 2008, arrasó pymes y autónomos, y no causó la desaparición de ninguna de las grandes empresas españolas.

Y estos son unos pocos ejemplos. No estamos en el mundo distópico al que apuntan muchas películas, pero nos aproximamos a gran velocidad. Hoy en día varias de las empresas más grandes del mundo son mucho más poderosas que algunos estados que consideramos importantes. El común denominador de estas enormes corporaciones es una fiscalidad ridícula, acceso a los dineros públicos sin pudor, ayudas constantes para controlar sus mercados y para socializar sus pérdidas, y por supuesto una total promiscuidad entre medios de comunicación, políticos y sus ejecutivos. A las pymes y autónomos apenas les queda la posibilidad de sobrevivir sometidos al sadismo fiscal y a las exigencias del consenso progre que les atenaza de legislación absurda.

Hay mucho debate de cuándo el zigzag que apuntaba al comienzo se convirtió en una serpiente que lenta e inexorablemente va conformando unas sociedades cada vez más divididas, insolidarias e injustas. La fecha debe de ser, por supuesto, hacia 1968, pues ahí nacen casi todos los mimbres en los que se asienta el consenso actual. Un consenso que en palabras de Houellebecq no es más que el suicidio de Occidente.

La salvación de este suicidio no puede ser otra que recuperar el sentido de comunidad, país, patria o nación -que cada uno elija el término con el que esté más cómodo- y establecer unas reglas claras de juego para que no siempre ganen los mismos, que cada vez se están convirtiendo más en únicos, y por encima de todo urge recuperar las recetas de siempre, que son las que robustecen las clases medias y aseguran la movilidad social.

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