Sobre el papel, el Estado de bienestar es la más compleja creación política dirigida a liberar a los hombres del yugo de la necesidad. En la década de los ochenta del siglo XIX, antes de que la socialdemocracia se apropiara del término, el canciller Bismarck puso en práctica las primeras medidas de protección social como medio de contrarrestar el influjo que los movimientos obreros empezaban a ejercer sobre los sectores más desamparados de la población alemana. Así pues, fue en su origen no tanto una iniciativa de compasivo altruismo como la apuesta visionaria de un hábil estratega con vistas a reforzar un régimen de poder que ya por entonces presentía amenazado.
A partir de la Segunda Guerra Mundial, el Estado de bienestar experimenta en el occidente europeo un impulso formidable. Sus logros resultan obvios: sistemas de pensiones, seguros de desempleo, sanidad y educación universales… Un Estado providente asume en adelante la tutela integral del individuo. Su acción niveladora revierte en unos índices más que satisfactorios de cohesión social. De la mejora de las condiciones materiales de vida prácticamente no queda exento ningún estrato de la población, y poco a poco se produce la consolidación de una clase media que, aparte de las legítimas aspiraciones de ascenso de su estatus, alberga un compendio de virtudes cívicas (respeto por las jerarquías, devoción hacia el trabajo bien hecho, reconocimiento de la autoridad) que a la postre no son sino el reflejo comunitarista de su compromiso con una concepción orgánica de la sociedad.
Pero ahora el momento es otro. Quienes, partiendo de una situación de precariedad, conocieron el acceso a cotas de prosperidad inéditas hasta entonces para el grueso de las poblaciones europeas, aprecian el esfuerzo que fue necesario hacer a fin de que aquel milagro fraguara. Saben que detrás de la abundancia que hemos venido disfrutando hasta hoy subyacen empeños ingentes, renuncias a las propias satisfacciones inmediatas, un espíritu colectivo de sacrificio que había de redundar en beneficio de las generaciones siguientes. Son precisamente esas otras generaciones que, como la mía, se han criado en un entorno de confort y multiplicación incesante de derechos de toda especie, las que parecen haber olvidado que la abundancia de ahora es también y sobre todo el fruto de la abnegación de nuestros antepasados. Son ellas las que, abrazando ideologías que les proveen de un excedente de legitimación moral y practicando un autocomplaciente humanitarismo a distancia, han confiado la administración de la riqueza común a una raza de demagogos que han dilapidado el legado recibido hasta el extremo de que, en unos pocos decenios, hemos pasado de ser una nación solvente a un país aplastado bajo el peso de una deuda que nos priva de nuestra soberanía económica y compromete la viabilidad de nuestro futuro.
Pero este paulatino deslizamiento por la pendiente de la pobreza resulta un fenómeno menor si lo comparamos con la transformación que simultáneamente se ha operado en la mentalidad colectiva. Nos hemos dejado subyugar por el espejismo de la vida fácil. El asistencialismo estatal se ha vuelto preferible al fomento de la generación de riqueza productiva. Del aprobado (casi) general, de la universalización de las titulaciones alentada por un sistema educativo que desincentiva la búsqueda de la excelencia, hemos ido degenerando hasta convertirnos en una mansa agregación de individuos que cifran la plenitud de sus aspiraciones en el disfrute de una vida subsidiada.
La vida muelle resulta ser entonces un fraude clamoroso de voluntades compradas. Una epidemia de entontecimiento conduce a la creencia de que los recursos son inagotables. Pero la membrana con que el Estado nos protege se hace cada vez más fina. Tras la retórica solidaria con que el poder adorna sus maquinaciones se oculta la voluntad de crear una sociedad de individuos carentes de iniciativa, reacios a ver la realidad tal como es, dóciles a las consignas que emanan del poder al que se someten.
De ese modo, el Estado de bienestar, cuyos efectos benéficos en pro de la creación de un orden más equitativo y estable siguen siendo indiscutibles, utilizado como palanca de dominio político desintegra la sociedad. La red de intereses mutuos que se teje alrededor de un conjunto de gentes hacendosas, responsables y preocupadas por el bien común se desvanece. En su lugar sólo hay afanes mezquinos, un egoísmo cortoplacista, voluntades apelmazadas, corazones petrificados en un servilismo que succiona las energías necesarias para acometer proyectos ilusionantes. Una sociedad que se acostumbra a la vida fácil es una sociedad alicaída y sin espíritu de superación, por más que el jolgorio y la despreocupación sean sus señas de identidad aparentes. Y en un hipotético futuro, cuando la realidad le obligue a abrir los ojos y a tomar conciencia de lo lastimoso de su situación, es muy probable que sólo sepa lamentarse por ser la víctima de un mundo que ella misma ayudó a construir.
Esperemos haber reaccionado antes de que ese momento llegue.