La película “Balarrasa”, dirigida por Nieves Conde allá por el lejano 1951, presenta una historia de redención. Sin entrar en detalles, hay una cosa que siempre me ha llamado la atención. Se dice en ella que, cuando nacemos, Dios deposita en nuestras manos un puñado de monedas y que, al morir, deberemos rendir cuentas acerca de lo que hemos hecho con ese capital espiritual. Habrá quien las haya multiplicado con sus buenas obras y quien las haya dilapidado tras una existencia egoísta. “Las manos, las manos”, dice uno de sus personajes ante la inminencia de la muerte, preguntándose como ha de comparecer ante el Supremo Hacedor. Hoy en día el film resultará pueril a los que están dispuestos a creerse cualquier dogma sobre el género, el cambio climático o la política antes que admitir que existe algo que está por encima de nosotros. Me temo que incluso entre la gente que sí cree en Dios, “Balarrasa” les parezca un producto algo rancio, demodé, una película que pertenece a otra época más simplista. Todos se equivocan.
Les sugiero que nos miremos las manos, como en Balarrasa, y valoremos honestamente qué pasaría si hoy falleciéramos, Dios no lo quiera
El problema es qué hacemos con nuestras vidas, en qué empleamos nuestra energía e inteligencia y si al final nuestro paso por la tierra habrá dejado atrás una semilla fructífera o, por el contrario, habrá contribuido a que el erial sea mayor que cuando nacimos. Viene todo esto a cuento porque veo a nuestra sociedad cada vez más infantilizada respecto a la muerte y al sentido de responsabilidad que tenemos para con nosotros y para con nuestros semejantes. La vida no puede ser un perpetuo jardín de infancia en el que siempre nos den la razón y hagamos lo que nos venga en gana sin calcular las consecuencias. Decían los antiguos sabios que prepararse para morir era lo mismo que hacerlo para vivir, pero nadie quiere oír hablar de la muerte, ni del dolor, ni de nada que no sea ese mundo irreal, ese paraíso artificial nutrido por el opio de la propaganda que se ofrece a diario a las masas.
Seguro que a muchos de nuestros políticos eso les importa un adarve. Si no se plantean rendir cuentas ante sus semejantes, mucho menos se plantean hacerlo en ese momento en el que, despojados de toda pompa humana, deban comparecer ante un tribunal más alto y más justo que los terrenales. Es posible que los no creyentes se rían y digan que cuando mueres se acabó lo que se daba. Pero incluso ellos deberían considerar que también existe el tribunal de la memoria, de la historia, de quienes te rodean. Ese es empírico y no precisa fe alguna para aceptarlo. Así pues, al morir, la pregunta sigue siendo válida para todos. ¿Cómo te presentarás ante tu muerte, ante tu desaparición de este mundo, con las manos vacías o con las manos llenas? Les sugiero que nos miremos las manos y valoremos honestamente qué pasaría si hoy falleciéramos, Dios no lo quiera. ¿Están vacías, llenas, nos sentimos orgullosos o avergonzados? Dice la Biblia que el Señor llega como ladrón en la noche y hay que estar siempre preparados.
Ahí radica el eterno dilema humano.