Desde lo alto de una colina, al empezar el descenso, a mis pies se abre el mar. Las nubes se lenguas de luto que brotan del horizonte enrojecido por el sol, y las olas se suben unas encima de otras, la bandera roja ondea en toda la costa, el baño está prohibido, pero no el espectáculo. Detengo la marcha para ver la inmensidad atlántica desperezándose, la cresta de espuma que el viento roba a las olas, y la lluvia intermitente y cálida de este mediado verano. El cuadro es obra de Dios.
Es el típico lugar donde en los labios se te atropellan las expresiones de exaltación de la belleza, las alabanzas a Dios, y donde inevitablemente buscas alrededor una copa que asir con la mano, y alguien a quien abrazar, para musitar las gozosas palabras de aquel Belloc pletórico e inspirado:
Dondequiera que brille el sol católico,
Siempre hay risas y buen vino tinto.
Al menos yo siempre lo he encontrado así.
¡Benedicamus Domino!
Hay todavía una punzada del alma que los años no logran acallar, y que el embrutecimiento del mundo no consigue estropear, hay todavía una sensación en la piel que hace que el lodo se detenga a sus puertas, que mantiene limpia la mirada, que conserva intacta la esperanza. Es, claro, la contemplación de la belleza, aquí donde el mundo entero puede arder a tu espalda y, por un rato al menos, te daría igual.
Parajes, en fin, que encienden los sentidos, la razón y el espíritu, porque «no hay hermosura o belleza corporal, ya sea en el estado de quietud del cuerpo, como es la figura, ya sea en el movimiento, como es el cántico o la música, de la que no pueda ser juez árbitro el alma», como nos enseñó San Agustín en La ciudad de Dios.
Es entonces cuando la contienda política debe esperar. La vida, en general, con sus ruidos y sus emergencias, debe esperar. La guerra de las ideas, tan necesaria, corre el riesgo de trasladarse siempre a la primera línea de batalla, a donde lo inmediato, a donde lo superficial, a donde lo diario, y olvidar el mar de fondo, aquello que nos ancla con las luchas de quienes nos precedieron, aquello con lo que siempre, pase lo que pase, estaremos identificados. A veces, bonita paradoja, hay que sobrevolar la actualidad, para poder llegar más a fondo, para poder penetrar hasta el final y auscultar los temblores ideológicos del tiempo que nos arrastra.
Pensaba en todo esto, ante la mejor puesta del sol marinera del verano, verdes, azules y naranjas, cuando comprendí que el cuadro que tenía ante mis ojos representaba exactamente lo más importante que, como conservadores, llevamos grabado a fuego en el alma: el bien, la verdad, y la belleza.
El bien para anegar el mal. El bien para dejarse morir por él. El bien para no equivocarse en la duda. La verdad para entender. La verdad para vivir en un mundo real. La verdad para poder caminar sin el sobrepeso de la mala conciencia. La belleza para el disfrute. La belleza para el conocimiento. La belleza para compartirla.
La tríada de bien, verdad y belleza es precisamente la más odiada por el príncipe del mal, la mentira, y la fealdad, pero también la más masacrada por los progresistas posmodernos, que ya no esconden su culto a la fealdad, su desapego por el bien, y su renuncia a la verdad. Ante los días de zozobro, ante la calma que rodea a toda tempestad, el horizonte del mar, y sobre él, las tres luces que nos darán buena guía en la noche para seguir la estela hacia las estrellas, para alcanzar el puerto anhelado. Ya lo sabes. Cuando la bruma lo vuelva todo confuso, volver a lo básico, lo inmutable, lo único importante: el bien, la verdad y la belleza.