Escribo desde la despensa de la cocina, donde he instalado una trampilla forrada con papel de aluminio que da paso a un pequeño búnker oscuro con las dimensiones justas para refugiar a un columnista inquieto, talludito, y con levísimo sobrepeso, en posición de alabanza moruna, alcanzando la cavidad hueca del contorsionado tórax al suelo el espacio preciso para ciertos enseres de primeros auxilios, entre los que se incluye el hambre atroz y la sed africana. Escribo, en fin, presa del pánico, lo que alegrará enormemente a Ursula von der Leyen, la única gobernante cuyo nombre es onomatopeya de bombardeo, cuya principal afición es mantener a todo el mundo atenazado de temores a todas horas.
He colgado en la ventana un palo de escoba con un pañuelo blanco, por si los pútines, he insonorizado la cocina con un pedido industrial de papel higiénico, y he guardado en el congelador unas 500 barras de pan que yo mismo he amasado y horneado, tal y como aprendimos en el Curso de Iniciación a la Histeria Colectiva impartido a pachas por von der Leyen y Tedros Adhanom durante la pandemia de 2020. Grandes recuerdos de aquella célebre promoción de lunáticos y delatadores de visillo. Todavía recuerdo las juergas, el cante jondo, y las borracheras a chupitos de gel hidroalcohólico escondidos y amontonados en el ascensor de casa, con el QR tatuado en la frente por si el presidente de la comunidad nos pedía el santo y seña.
He quemado todos los libros que pudieran significarme, empezando por los míos, he pegado mi propia esquela por las parroquias del barrio para perderme la pista, y he comprado tres linternas, una de las cuales puede funcionar incluso en medio de un holocausto nuclear, según Yung Yi, el comerciante de la esquina que me las ha vendido a precio de muela de oro, sin parar de sonreír, sospechosa risita, con todo el teclado al aire, a Lang Li, su crush, presente durante la ardua negociación en el bazar.
Dentro del refugio he instalado una pequeña plantación de cereales, vagamente iluminados con un sistema de luces que también me vendió el chino, y que presuntamente favorece su crecimiento en circunstancias de extrema oscuridad; asunto que me ha obligado a responder demasiadas preguntas al vecino policía de la unidad antidroga al que he invitado a conocer mi bunker, que me miraba fijamente, y se mesaba la perilla achinando uno de sus ojos, durante mis apuradas explicaciones sobre el zulo, las macetas y las luces.
He comprado —en el chino— también un traje NBQ resistente a todo tipo de amenazas nucleares, biológicas y químicas, y me lo he enfundado en el probador de la tienda, resultando que, por su grueso tejido y extrañas costuras, aunque me queda mono en conjunto, me amplía de manera vergonzante mis más íntimos atributos, provocando cierta hilaridad entre las dependientas del establecimiento. Muy serio, he mirado a los ojos a una de ellas, la más carcajeante, y le he dicho con voz institucional: «Señora, en este momento singular de la historia, no estamos para bromas». Y al girarme hacia el probador todo digno, chof chof con las aletas, y cerrar la puerta de un portazo, me ha quedado el agigantado hueverío atrapado entre Pinto y Valdemoro, aprendiendo al instante a recitar versos de Shaaban Robert, célebre poeta tanzano considerado el padre del suajili.
El mayor reto en el diseño del búnker han sido las canalizaciones propias de la civilización posterior a Roma. La vida digna está bastante relacionada con el asunto de que las aguas circulen arriba y abajo en espacios cerrados, de la manera más discreta y encapsulada posible. Tras considerar opciones, me he decidido por horadar la pared del bunker hacia el patio exterior, con el milimétrico diámetro exacto que requiere la sagaz puntería a distancia de la que alardeo desde mis años escolares en la práctica del desaguado natural, última ventaja biológica de la masculinidad en tiempos de feminazismo morado. En cuanto a la dirección contraria, a saber, la venida de líquidos hidratantes, he optado por un dispositivo de alta tecnología formado por un monopatín, un gran depósito de agua mineral, y una cuerda. Esto me permite tener refrigerio en el búnker sin necesidad de dedicarle espacio. Me sabe mal decirlo, pero no he sido ingeniero porque no me ha salido de las pelotas.
En cuanto a las comunicaciones, me he llevado la decepción de que, gracias a Bruselas, ya no quedan radios de pilas en todo el continente europeo, salvo en el mercado de negro a precio de mordida de concejal de Urbanismo. De modo que he optado por otra comunicación alternativa que no exige conexión a internet ni alimentación eléctrica. Se trata de Úrsula, una córvida audaz de muy hábil aleteo, implacable tensión en el pico al portar mensajes, y una mala leche cósmica que me facilita además que el búnker no se convierta en el Arca de Noé, con todos los animales del barrio queriendo formar parte de la comuna. Lo único malo de la cuerva mensajera es que es muy suya y, cuando alguien le toca los huevos se ciega, me hace dormir fuera del búnker, y se come todos mis Phoskitos de emergencia.
Por último, como lecturas para calmar los nervios, he incluido en el refugio las obras completas de Greta Thunberg, tres volúmenes de Judith Butler como sujetacubatas, y el célebre libro de autoayuda, financiado por Next Generation EU, Es fácil morirte de miedo si sabes cómo. Lleno de ardor guerrero vegano, recito en verso la Constitución Europea, y beso cada noche la bandera de la UE. Ah, qué maravilla. No veo ya la hora de que caiga el primer pepinazo.