«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Abogado franco-argentino, director del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) en Madrid
Abogado franco-argentino, director del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) en Madrid

Monasterios

13 de enero de 2024

Mucha tinta se ha gastado en escribir y en describir los males que andan sueltos por el mundo acechando al hombre moderno como leones rugientes buscando devorarlo. La economía anda patas para arriba, las sociedades están fracturadas porque quebradas están primero las familias, los hombres de a pie son el juego de grandes intereses espurios de multinacionales de las cuales ni sospechan la existencia, y, entre las grietas de esos males y de muchos otros, la angustia y el dolor se desparraman por doquier. 

Parecen nuestros los tiempos anunciados en los que oiremos de guerras y de rumores de guerras. La abrumadora cantidad de informaciones y de imágenes que consumimos a diario, sin tener la capacidad anatómica de digerirlas, son también parte de esa guerra. Estamos en guerra contra nosotros mismos, contra el silencio y contra nuestra vida interior. Sufrimos un bombardeo constante y solicitamos de manera insaciable a nuestros apetitos sensibles para refugiarnos en distracciones y olvidar lo que realmente importa: sin vida interior, todo es gesticulación, agitación y vana gloria. 

Siquiera, como las vacas, tenemos el tiempo de poder rumiar en nuestro tracto digestivo lo consumido para triturarlo puesto que apenas hemos ingerido algo, estamos intentando atorarnos con otra cosa. 

Los primeros cristianos habían comprendido que era imposible luchar contra el Imperio con las armas del Imperio. Hicieron algo impensado. Algo que parecía descabellado. A los ojos del mundo, una locura, un sin sentido. Se fueron a vivir al desierto. No les preocupaba ni el cambio climático, ni la agenda global de Calígula, ni las leyes inicuas de Nerón. Escucharon otro llamado que, en parte, el ruido que nos ensordece nos impide escuchar: ya que no podían salvar una sociedad corrompida como lo era la sociedad romana, ya que todo parecía, a vista de hombre, perdido, se preocuparon en buscar cumplir con la voluntad de Dios para salvar su alma

Los cristianos de estos tiempos postreros vivimos en una paradójica situación en la que nos preocupamos más por salvar el mundo, o por averiguar qué pasa en el mundo, que por salvar nuestras almas. Así andan ambas, el mundo y nuestras almas. 

A nuestro mundo, no lo salvará un hombre por más providencial que parezca. Al mundo, lo salva Dios o no salva nadie. 

En los lugares más olvidados del Imperio, algunos hombres solitarios (monachus) vivieron en gracia y en presencia de Dios. Esos ermitaños que no podían, en consciencia, acatar las órdenes imperiales, estudiaron, trabajaron y rezaron. Crearon reglas y órdenes que iban en total contrasentido de las reglas y de las órdenes del Imperio romano subvertido y decadente. De a poco, se fueron construyendo monasterios y, también de a poco, esos monasterios forjaron Europa: “Con su ejemplo, y después con su palabra, y también con su acción, fueron la levadura única y biológica que transformó el Imperio putrefacto en la Cristiandad europea” (Leonardo Castellani, El Evangelio de Jesucristo). 

El ora y labora de los humildes pudo más que todas las legiones romanas juntas. 

Europa podrá ir mal, tomar malos caminos, pero mientras haya un solo monasterio en su suelo en el que se practiquen la fe, la esperanza y la caridad, esas virtudes seguirán desparramándose por el suelo europeo y nada ni nadie podrá detenerlas. Porque la felicidad del monje está en rezar por quienes no rezan, en creer por quienes no creen y en amar por quienes no aman. 

Probablemente uno de los peores males que aquejan hoy a Europa es que sobran analistas y faltan monasterios.

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