«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Narciso y el ocaso de Europa

14 de junio de 2024

Es peligroso gustarse demasiado a uno mismo. Cuando el refuerzo de la autoestima alcanza niveles de saturación, el sujeto tiende a la autocomplacencia. Se recrea en la admiración de sus atributos. No concibe otros modelos de imitación fuera de su propia escala de perfecciones. Esta forma de monomanía es lo que se conoce con el nombre de narcisismo. Aunque nuestra época lo haya exacerbado, no es algo exclusivo de ella. La mitología advierte de sus peligros. Ovidio relata en las Metamorfosis cómo Liríope, la madre del joven Narciso, inquieta por el futuro de su hijo, consultó al vidente Tespias, quien le aseguró que el muchacho viviría hasta una edad avanzada siempre y cuando no se conociera a sí mismo. El enigma que encierra la respuesta del vidente adquiere su pleno sentido cuando, un día, Narciso se contempla reflejado en la superficie del agua y se queda prendado de su imagen hasta el punto de ser ya incapaz de alejarse de ella. 

Llevada al terreno de la conducta, la mentalidad narcisista cristaliza en algunos de los perfiles psicológicos más problemáticos del momento. «Aunque el narcisista puede funcionar en el mundo y a menudo encantar a otras personas —escribe Christopher Lasch en su espléndido La cultura del narcisismo—, su devaluación de los demás y su falta de curiosidad por ellos empobrece su vida personal y refuerza la experiencia subjetiva de vacío». 

La vida del narcisista adolece, por tanto, de una honda penuria. Es una vida focalizada en un yo que no busca perseverar en el conocimiento de sí, sino regodearse en una fantasía autorreferencial que en esta clase de individuos se confunde con los límites de su mundo. Son incapaces de mostrar una curiosidad sincera por nada que no sean sus propias ambiciones, su propios gustos, su propia visión de las cosas. La necesidad perentoria de recabar el reconocimiento que están convencidos de que merecen les induce al desprecio y la denigración de quienes se lo niegan.

Por descontado, el crecimiento exponencial de esta distorsión origina un tipo de sociedad carente de energía vinculante. Cada cual se dedica a vivir para la satisfacción de sus expectativas inmediatas. Dado que cada individuo se cree la medida de todas las cosas, no siente la necesidad de reflexionar acerca de sus limitaciones. No reconoce ningún imperativo de mejora. En el terreno colectivo, este ensimismamiento patológico conduce a una desconexión de la realidad que, antes o después, revela la devastadora magnitud de su alcance.

Pensemos si no en lo que le ha ocurrido a Europa. Durante décadas, Europa, y más en concreto las naciones que integran su bloque occidental, presumió de ser un enclave de prosperidad y un privilegiado archipiélago de excelencias de toda índole donde nociones tan difícilmente armonizables como la libertad y la seguridad habían llegado a ser realidades hasta cierto punto compatibles. ¿Qué ha ocurrido al cabo del tiempo? ¿Cómo se ha dilapidado ese caudal civilizatorio que, tras esfuerzos ingentes, Europa había conseguido atesorar? La respuesta tiene que ver con Narciso. Como le ocurrió al personaje mitológico, Europa se quedó obnubilada ante el cúmulo de perfecciones que creía vislumbrar en su reflejo y no fue capaz de apartar la mirada de esa imagen especular. Creyó que no podían existir modelos de organización social más pujantes que el suyo, y asumida de este modo su supremacía, actuó persuadida de que todo cuanto emprendiera en adelante no haría sino reforzar su estatus de vanguardia indiscutible del progreso a la que el resto del mundo tenía la obligación de emular.  

Cegada por el aura que desprendía su virtud, se dedicó entonces a introducir en la psique colectiva toda clase de ideas disparatadas que no hicieron sino sembrar la confusión y agudizar los enfrentamientos. Debilitó sus sistemas educativos. Permitió que buena parte de sus universidades quedaran en manos de una ralea de agitadores al servicio de ideologías que odian nuestra herencia común y persiguen con saña su cancelación. A la vez que promulgaba una cultura antinatalista, hedonista e infantilizadora, que ha conducido al que probablemente sea uno de los suicidios demográficos más fulminantes de la historia, abría sus puertas a contingentes foráneos de población sin tomarse la molestia de establecer unas exigencias mínimas para asimilarlos. Creyendo que el resto del mundo se rendiría a los edulcorados vapores de su mentalidad biempensante, a su pacifismo, su ecologismo y su defensa a ultranza de la supuesta víctima microidentitaria, descuidó los pilares que a día de hoy hacen fuerte a una civilización: una economía robusta, una defensa dotada de auténtica capacidad disuasoria, unas élites ejemplares, pero también una población provista de un indispensable sustrato espiritual y forjada en los principios graníticos de la estimación de lo propio y del sacrificio colectivo que implica su salvaguardia.

Y el resto del mundo, ¿qué hacía mientras tanto? Ah, el resto del mundo. Me temo que no compartía el encanto de la visión beatífica en la que Europa se hallaba extasiada. Porque pronto comenzaron a surgir grandes espacios de poder en torno a culturas y naciones que no reniegan de lo que son. Esos otros dominios no están infectados por el virus del relativismo nihilista que ha carcomido nuestra civilización ni se dejan dominar por la abulia de unas sociedades que todavía viven bajo la narcótica creencia de que un Estado provisor las rescatará de todos sus apuros. Son potencias que crecen, se hacen cada vez más fuertes, mantienen una noción clara de quién es el adversario y articulan políticas que, frente al presentismo que caracteriza a nuestra lamentable clase dirigente, han aprendido a contemplar el largo plazo. En comparación con el dinamismo y la fe que las mueve, la quincalla ideológica en la que Europa invierte las escasas energías que le restan suena como el estertor desafinado de unas naciones que, tras despertar de su sueño narcisista, empiezan a comprender que el futuro ha dejado de pertenecerles.

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