«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Niños monitorizados

20 de octubre de 2023

La infancia de nuestros padres es uno de los lugares más enigmáticos que existen. Ese tiempo decisivo está condenado a permanecer fuera de nuestro alcance. Por muchas anécdotas que nos hayan referido o por más fotografías sobre las que hayamos tenido la oportunidad de detener nuestros ojos inquisitivos y un tanto asombrados, lo cierto es que nos resulta imposible acceder al corazón de una experiencia de la que, por una elemental cuestión de orden biológico, hemos sido excluidos. Y, sin embargo, qué fascinante puede llegar a parecernos esa concreta fracción del pasado. Si lo pensamos un poco, es allí, en el curso de los años que modelaron el carácter de quienes luego, por un azar de las cosas, se convertirían en nuestros padres, donde residen algunas de las claves que explican lo que somos

A veces, guiados por esa misma curiosidad instintiva, por la difusa intuición de que cualquier pormenor que logren averiguar sobre el pasado de sus padres les ayudará a entender el lugar que ocupan ellos en el mundo, me han pedido mis hijos que les narre detalles acerca de cómo transcurrió mi infancia. Les interesa, sobre todo, que les hable de lo que hacía en mis ratos libres, en qué empleaba un tiempo que para tantos niños de hoy supone enfrentarse a la desalentadora vivencia de un tedio con el que se sienten incapaces de lidiar por sí solos. Entonces, mientras entresaco de mi memoria unos cuantos retazos de recuerdos con los que satisfacer su curiosidad, me doy cuenta de la distancia tremenda que media entre ellos y yo, y de repente entiendo hasta qué punto las circunstancias que unas décadas atrás conformaban la vida de un muchacho de clase media han experimentado ahora una transformación enorme.

Como supongo que les habrá sucedido a la mayor parte de la gente de mi generación, al menos a quienes se han criado en pueblos pequeños o de tamaño medio, la calle fue mi principal lugar de esparcimiento. Cuando les cuento a mis hijos que cada tarde, al acabar los deberes del colegio, salía en busca de mis amigos y pasábamos el rato jugando en la calle, sé que estoy evocando una imagen que para ellos aparecerá teñida de tonalidades exóticas. Porque en su caso todo eso es dintinto. Para empezar, su tiempo al margen de la escuela ha adquirido una denominación propia, «Actividades extraescolares», un nombre que remite a la esfera de la productividad, al tranquilizador argumento de que, mientras los padres trabajamos o andamos atareados en otros menesteres, nuestros hijos siguen formándose con vistas a su exitosa inserción en un futuro sembrado de incertidumbres. Así, inmersos todos en un entorno cada vez más competitivo, nos hemos plegado a la mentalidad que decreta el total aprovechamiento pragmático de nuestras horas. Hemos dejado de tomar en consideración la posibilidad de que los niños, nuestros hijos, necesiten también conocer lo que es el aburrimiento, para que de ese modo aprendan a superarlo por sí mismos; hemos cedido a la tentación de que ese vacío que ellos a veces experimentan con una pesadumbre de cataclismo íntimo sea rellenado con el menú bulímico que les proporcionan los dispositivos tecnológicos; y hemos descartado, por temeraria, la idea de que necesiten relacionarse con otros niños al margen de la supervisión constante de algún adulto.

El resultado son una vidas monitorizadas, cada vez más sujetas a las determinaciones de una planificación sin fisuras. El sentido utilitarista del tiempo, penetrando en sus vidas con una precocidad alarmante, junto a nuestra pretensión de encerrarlos en una burbuja de distracciones y comodidades que resulte lo más hermética posible, han alejado de ellos la gracia de la espontaneidad, la capacidad de bregar con esa dimensión de lo imprevisible que en la vida siempre se acaba presentando.

Es cierto que el mundo ha cambiado y que las calles de entonces no son como las de ahora. Es verdad que nos hemos llenado de temores y recelos que la generación de nuestros padres no conoció. Pero tanta obsesión por la seguridad y tanto afán por imprimir en todo cuanto hacemos una pauta rentable, se paga con la contrapartida de unos niños que, en buena medida, carecen de la autonomía y la pericia necesarias para administrar su ocio. Y es en este punto donde encuentra cabida una lectura política del fenómeno. Porque una generación que, a causa de su completa intolerancia al aburrimiento, se acostumbra a poner en manos ajenas la gestión de su tiempo libre es una generación predispuesta a admitir que el conjunto de su existencia, la práctica totalidad de sus costumbres, ideas y opiniones les sean impuestas por un poder externo. Un poder que, más pronto que tarde, buscará someterlos bajo alguna forma de explotación.

Éste es, desde mi punto de vista, el peligro que corremos al introducir a nuestros hijos en el corsé de unos hábitos que pueden llegar a asfixiar su iniciativa y su capacidad de improvisación, y acabar desterrando de su ámbito más próximo la muy sana experiencia de familiarizarse con la frustración y el fracaso, que son la piedra de toque ineludible donde se templa el carácter de la persona. Neruda, por quien no profeso ninguna simpatía en lo que a su trayectoria biográfica se refiere, supo expresar esta misma inquietud de un modo más conciso. «¡Dejen tranquilos a los que nacen! –escribió- / ¡Dejen sitio para que vivan! / No les tengan todo pensado».    

Porque creo que algún día nos lo agradecerán.

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