El presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, es cómico y un patriota que ama. El de Méjico, López Obrador, prefiere odiar a España antes que amar a su país. El de Chile, Gabriel Boric, gusta más de posar como un instagramer cualquiera delante del Palacio de la Moneda. El de Perú, José Pedro Castillo, ama singularmente la sombra por los tocados que usa. El de España, Pedro Sánchez, solo conoce el amor a sí mismo. Todos son presidentes, pero las diferencias entre el ucraniano y el resto son abismales. Zelenski ha demostrado como un personaje que no parecía gran cosa puede ser aupado por la historia al Olimpo de los héroes.
Zelenski es un referente entre los que nos reclamamos demócratas y defendemos la libertad como bien supremo ante la ola totalitaria que pretende imponerse a países y personas. Él representa a más millones de personas que los anteriormente citados. El origen de la palabra presidente tiene etimológicamente el mismo que el de presidio, ¡ay!, y proviene del latín praesidere, estar sentado al frente, aceptando que tal hecho supone hacerlo para defender a los demás. ¿Alguien sabe de qué nos defienden los presidentes español, mejicano, peruano o chileno? Sabemos de qué nos defiende Zelenski: del terror estalinista remozado con una pátina de paneslavismo represor, liberticida y falsario.
No hay manera de saber cuándo se jodió Occidente del todo. Sí sabemos, empero, que tal y como está ahora le será muy difícil rearmarse en esta batalla por la hegemonía cultural
Los otros afirman que quieren defendernos de una extrema derecha que solo existe en su argumentario para justificar el servilismo con organismos tan dañinos como el Grupo de Puebla, el Foro de Sao Paulo o la internacional woke, empeñada en vendernos una sociedad sacada de los diseños delirantes que realizara para las checas Alfonso Laurencic. No nada casual. Forma parte de un plan cuidadosamente diseñado hace mucho tiempo por aquellos que han buscado la destrucción del occidente robustamente democrático, de convicciones basadas en el humanismo. Esa estrategia ha tan hábilmente ejecutada por partidos, sindicatos y organizaciones supuestamente humanitarias que, para ser apreciada en su conjunto, han sido precisos una pandemia y la invasión de Ucrania. Pero las piezas encajan. Ahora se entiende mejor la consigna aparentemente ecologista de “Nucleares fuera”, del falso cosmopolitismo, de la desfiguración de la familia como parte nuclear y vertebradora de la sociedad, del constante desprestigio de instituciones como la religión, la milicia, la reinterpretación de la historia al avivar el fuego de la falsa Leyenda Negra española o de presentar la guerra civil española como un conflicto en el que los perdedores fueron los únicos seres de luz que combatieron.
No hay manera de saber cuándo, aludiendo metafóricamente a Vargas Llosa, se jodió Occidente del todo. Sí sabemos, empero, que tal y como está ahora le será muy difícil rearmarse en esta batalla por la hegemonía cultural que tanto importa y que se me antoja mucho más decisiva y vital que las otras. En ella debemos centrarnos. Quien monopoliza el relato, tiene la victoria asegurada.