El primer día que me dejaron acompañar al FBI en sus casos, fue un gran día. Una periodista nobel que intenta abrirse paso, no suele tenerlo fácil para acceder a los sitios y aún menos si esos lugares son organismos oficiales, y si ya son dependencias policiales, es casi un milagro. El día que recibí la llamada en la que me avisaban que podría acompañar a Don Eppes, jefe de la unidad de delitos de Los Ángeles, miré a mi alrededor por si era una broma con cámara oculta. Me llevaba documentando varios días y sabía que era un grande, su nivel de resolución de casos sobrepasaba con amplitud la de otros compañeros, y además tenía fama de soltero de oro.
Me acerqué a las oficinas del FBI y al estrecharle la mano, a duras penas intentó disimular un cierto gesto de desagrado. Mal empezamos, pero es realmente guapo, pensé. Alguien me trajo un café y me dijo que para él no había nada más importante que su trabajo, por encima de todo, incluso de su vida personal. Entendí que tendría que hacerme notar lo mínimo y mis ojos tendrían que saber trasladar lo que viera a las palabras, sin poder contar con alguna explicación por su parte.
Había más agentes, pero yo estaba encomendada a Don Eppes y no pensaba moverme ni un milímetro de la distancia de seguridad que yo misma había marcado para no incomodarle. Iba como un patito detrás de mamá pata, tomando notas y en silencio. Sólo se dirigió a mí para decirme que subiera el coche, lo hice, sin mediar palabra. El caso era grave, un aviso de bomba. Parecía real.
Aparcamos en el Instituto de Ciencias de California. Yo había leído algo de que su hermano Charlie era asesor del FBI y que le ayudaba con distintos enfoques, llenos de cifras, cuando los casos se complicaban. No acababa de entenderlo. Tenía mucha curiosidad, tanta, que cuando solicité acompañar a Don, al mismo tiempo cursé una petición para acompañar a Charlie, pero ésta no me fue contestada. Ahora tendría a los hermanos frente a frente, trabajando, investigando, y yo debería absorber toda la información posible. Me iban a faltar ojos, oídos y manos…
Cuando entré en la sala, no pude menos que sorprenderme. No estaba en mis cálculos llegar a un sitio así. No era feo, ni siquiera el desorden que latía en el ambiente me desorientaba, es que por nada del mundo hubiera imaginado que una mesa de madera enorme, una pizarra y un tipo despeinado con aspecto de estudiante empollón, pudieran ser la combinatoria perfecta para llegar a resolver casos e incluso a prevenir delitos.
Fue como magia. Discutieron, y mientras uno escribía, el otro daba zancadas como un animal enjaulado. Charlie se quedaba como visionando números en la nada, y de repente, sus teorías y la experiencia de Don se aunaban. No sé como sucedió, pero de pronto tuve que salir corriendo tras el jefe del FBI. Llegamos a tiempo, y encontraron una bomba y se pudo desactivar. No hubo víctimas, ni heridos. El terrorista estaba cerca, se le detuvo con celeridad.
Ahora estoy agotada de tantas emociones. Intento asimilar lo vivido. Estremecida aún, agradecida por el trabajo de estos profesionales, y sin tener muy claro como enfocar la crónica de lo que me ha pasado hoy con los hermanos Eppes.