Tras el apuñalamiento de Julio César en el Senado de Roma y después de las estremecedoras Filípicas lanzadas en ese edificio por Ciceron tres generales, cada uno de ellos al frente de un ejército, se unieron para formar un triunvirato que cambió la historia de Roma y, con ella, la del futuro de la humanidad. Se llamaban Octavio, Lépido y Antonio, y eran tres traidores, tres usurpadores, tres impostores, tres dictadores… Terminó así la República, que ya había sido zaherida por el líder asesinado, y llegó el Imperio. En vez de un césar tuvieron tres.
Se convino que Octavio gobernaría las provincias africanas, Antonio recibiría las Galias y Lépido sentaría sus reales en Hispania. De ese modo se resolvió uno de los dos problemas iniciales a los que se enfrentaba la coalición: el del reparto geográfico del botín territorial y de los inmensos tesoros que en ellos se acumulaban.
El segundo problema era el de cómo conseguir el dinero necesario para comprar la voluntad y colmar las expectativas de la soldadesca y de los funcionarios civiles, cuyas pagas llevaban varios meses de retraso.
El déspota que ahora ocupa la Moncloa se dispone a hacer exactamente lo mismo para hacer frente a la salvaje crisis económica y energética
La solución no tardó en encontrarse: se confiscarían las propiedades y las fortunas de los dos mil romanos más ricos, entre los cuales, por cierto, figuraba cien senadores, y se brearía a la sociedad con nuevos impuestos abiertamente confiscatorios. ¿Les recuerda algo esta medida? Nada nuevo bajo el sol. El déspota que ahora ocupa la Moncloa se dispone a hacer exactamente lo mismo, o cosas muy parecidas, para hacer frente a la salvaje crisis económica y energética que su delirante gestión, unida a la no menos delirante y despótica actividad legislativa de la Unión Europea, ha desencadenado.
Así es muy fácil gobernar, y así, de hecho, se gobierna hoy en España y en la mayor parte del mundo occidental o del que, ubicado en otros ámbitos, está sometido a su férula y a los usos y costumbres intervencionistas de la falsa democracia que, urbi et orbi, impera en él y desde él se exporta, a menudo manu militari o por vía de sanciones diplomáticas y económicas, a países que no están o no estaban condicionados por la nefanda herencia cultural de la Revolución Francesa, de la masacre bolchevique y del frívolo mayo progre del 68.
No deja de resultar chusca y, a su modo, significativa la coincidencia –casi un fenómeno de sincronicidad junguiana– de que el señor Draghi, ese pan sin sal, acartonado burócrata y tedioso lacayo del inane discurso europeísta, llamase hace unos meses Antonio, como el sátrapa romano, a su cofrade Pedro Sánchez. Lapsus linguae de esa laya fueron los que inspiraron a Freud su psicopatología de la vida cotidiana.
En ella andamos.