Un periodista ha llamado «guapa» a Yolanda. Eso demuestra que el virus de la mentira monclovita se está convirtiendo en pandemia. Lo ha denunciado en una radio amiga, siempre en su estilo afectado, como cantando con falsete. Yolanda tiene sólo tres estados: el sobreactuado, el apasionado y el pedagógico-infantil. A menudo combina los tres. Sea sólida, líquida o gaseosa, la realidad viaja siempre en el vagón en el que no va ella. No finge, no actúa, es así: fluctúa en derredor en un onanismo onírico.
Hace años quisieron plantarle la guerra al piropo. La iniciativa partía de aquel socialismo majara de Zapatero. La pregonaban señoras a las que Dios no había bendecido precisamente con buen talle, hablando en propia experiencia, y planchabragas aliados de día, de carajillo y catálogo de escorts a la noche. Perdían credibilidad en el mismo origen.
Años más tarde Podemos amagó con el asunto de legislar el piropo. Pero entonces salió Irene Montero a decir que le parecía un «piropo muy bonito» aquello que le dijo un tipo en la misma radio que Yolanda: «Tienes un coño como esta mesa de grande». Como esta mesa de grande. ¡A mí Góngora, a mí los Machado! ¡A mí Cervantes, Rosalía y Becquer! Había en el halago vaginal tanto romanticismo, tanto Siglo de Oro en tan pocas palabras, tanto sentimiento, que el emisor olvidó la razón científica. En lo varonil el tamaño es metáfora habitual de valentía y poder por razones comprensibles. En lo femenino, en cambio, la amplitud puede deberse a explicaciones embarazosas en las que prefiero no profundizar, no necesariamente asimilables al mérito y la buena fama.
Yolanda estaba dolida porque el periodista no le dijo nada sobre su intervención parlamentaria y prefirió entregarse a la mentira piadosa de su belleza. No se da cuenta de que le hizo un favor. A veces, ante lo grotesco, no hay caridad más grande que el silencio. Dice la vicepresidenta de Sánchez que es increíble lo que tienen que aguantar las mujeres, y suena como un estertor boomer capaz de hacer bostezar a una oveja. Todo el mundo tiene que aguantar muchas cosas, Yolanda. Nosotros, por ejemplo, te aguantamos a ti en el Gobierno.
Quizá no sabe que a todos nos han llamado «guapo», en respuesta a tres mil palabras de afilada literatura, y lejos de lloriquear nos hemos limitado a mirarnos al espejo con media sonrisa y cantar lo de David Summers: «Quizá de este lado un poquito mejor». Y a la mierda el artículo. Que lo importante es que pasen cosas.
También nos han llamado «gordos», «fachas», o «maricones». Razón por la que siempre sienta mejor el cumplido sobre la belleza. A todos nos han tirado la caña en el trabajo, en el bar, y hasta en la sala de espera del paritorio, lo cortés no quita lo caliente, qué le vamos a hacer. En el ejercicio en el que destacas, más aún si se asume la erótica del poder, lo bello se te enciende, o más bien enciende a otros a tu alrededor, y lo explica la psicología humana antes que la teoría de los micromachismos. ¿Qué demonios tiene usted contra la gente apasionada? Los poetas de palillo y andamio se condenan en su propio jugo y están en horas bajas, los halagadores de piropo rápido sencillamente te alegran el día. A ti también.
Por otra parte, irrita que, con su necesidad de ser el muerto en el entierro y el Papa elegido en el Cónclave, Yolanda está ninguneando la justa frustración de mujeres que sí hayan sufrido situaciones embarazosas por su belleza en contextos profesionales trufaditos de cerdos, como los de la piara morada que usted y yo estamos pensando a la luz de los titulares de los últimos días.
Por lo demás, confieso que no tengo la menor duda de que la historia es falsa. Es decir, no creo que un periodista se haya acercado a Yolanda para decirle que está muy buena, a menos que fuera un cabrón derrapando en el confuso arte de la ironía, o un berberecho remojado en pacharán. Pero lo que subyace a la anécdota, cierta o no, es mucho peor que el hecho. Una vez más, una feminista frustrada con amistades peligrosas muy poco feministas, se dispone a hacer un poco menos feliz la vida de las demás mujeres, y tiene además la desfachatez de asumir que lo hace por su bien. Después de todo, lo que busca es que nadie pueda recibir un elogio por su aspecto. Seamos claros en esto de una vez por todas: sólo puede molestarse ante el piropo ajeno el envidioso. Consciente de que además de envidioso es feo, muy feo, feísimo, feo como un gobierno comunista.
Señora, deje a España ser feliz, y que viva la gente guapa.