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María Zaldívar es periodista y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Argentina. Autora del libro 'Peronismo demoliciones: sociedad de responsabilidad ilimitada' (Edivern, 2014)
María Zaldívar es periodista y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Argentina. Autora del libro 'Peronismo demoliciones: sociedad de responsabilidad ilimitada' (Edivern, 2014)

Por qué sobrevive el peronismo

30 de marzo de 2024

Nadie entiende qué es el peronismo. Y ese «nadie» incluye a muchos argentinos. Y menos, por qué sigue teniendo un robusto caudal de votos a pesar de los males que se le imputan, todos probados, por cierto. 

En esencia, porque el peronismo puede ser todo, hasta los opuestos. El peronismo ha sido descripto como un régimen autoritario y es correcto; populista, y también es correcto. Se dice que el peronismo tiene componentes de derecha y es verdad; que impulsó el terrorismo marxista y lo acogió en su seno, y también es verdad. Según qué peronista hable, es moderado o fanático, creyente o ateo, se encomienda a la Virgen o quema iglesias. Depende el pasaje de su administración que se estudie, ha privatizado empresas o las ha nacionalizado; abre la economía o es proteccionista; persigue opositores o defiende la libertad de opinión; fue refugio de jerarcas nazis, es complaciente con el terrorismo islámico, indulta guerrilleros, abraza a los dictadores latinoamericanos más repudiables o se embarca en una política «Estados Unidos friendly» y adhiere a la doctrina de la seguridad nacional, una suerte de militarización de las instituciones. Nada de esto es una opinión sino apenas una descripción histórica del sinuoso trayecto que desplegó el peronismo desde 1943 cuando, a partir de un golpe militar del que participó, Juan Domingo Perón inició la construcción de su carrera política y de su imagen pública.

El peronismo es tan camaleónico que debió describirse a sí mismo como «movimiento» porque sus fronteras desbordan la noción de partido político. 

Aún así, con sus enormes contradicciones y su inmoralidad genética, o tal vez por ellas, el peronismo sigue teniendo seguidores.  Es tan heterogéneo que abarca casi todas las conductas y casi todas las ideologías. Están, los peronistas de Perón, los históricos que lo veneran a pesar de sus probados vicios personales y de orden público y pese a la condena mundial que recibió tras su paso por la administración del país. Es curioso lo que pasó con su figura: Argentina y Occidente celebraron su caída porque significaba la recuperación de la libertad para la gran nación de América del Sur. Pasados los años el mundo mantiene el mismo juicio sobre dictador y sobre el peronismo, y en la Argentina se reescribió la historia al punto de convertirlo a él en un prócer y a su ideario, en una receta de aplicación política. Esto habla del peronismo pero también de los argentinos. 

Son los mismos argentinos que rogaban por terminar con el baño de sangre que el terrorismo ocasionó en el país durante los años 70 y que luego denostaron a las fuerzas armadas que llevaron adelante el combate contra los agresores, a la par que toleran que se les paguen millonarias indemnizaciones a los guerrilleros, se los homenajee y asuman cargos con gravitación política mientras se encarcela de por vida a quienes los combatieron, cumpliendo órdenes del poder político. En ningún otro país del planeta sucedió algo así. Hubo críticas y hasta condenas judiciales sobre casos específicos de mal desempeño pero no repudio a quienes evitaron que se consumara el plan de reemplazar el sistema democrático en la Argentina por uno marxista. Hecha esta reflexión, podemos continuar con las variantes de peronismo. 

Además de los históricos, están los menemistas, una suerte de peronismo de libre mercado cuya mayor cualidad fue el pragmatismo. En 1989, tras recibir del radicalismo un país empobrecido y atrasado en todo sentido y en todos los aspectos, el presidente Carlos Menem remató empresas del estado, con lo que obtuvo una liquidez considerable, al tiempo que perfilaba una economía de monopolios y oligopolios privados, curiosamente construida alrededor de empresarios amigos del poder. Nada nuevo bajo el sol.

Fueron los años en que, a la par de la excitación general por la abrupta recuperación económica que se producía mágicamente y sin esfuerzo alguno, crecían la deuda pública, la corrupción política y el deterioro institucional. Porque mientras los ciudadanos compraban autos, viajaban al exterior y consumían artículos importados, el poder político arrasaba con las normas que habían contribuido a hacer de la Argentina la potencia que fue, empezando por la Constitución Nacional, que reformó con objetivos de coyunturales y netamente electoralistas. Para cuando el menemismo dejó el poder, la recuperación económica crujía y las instituciones habían sido asaltadas por objetivos políticos de corto plazo y trascendencia nula. Las Fuerzas Armadas, la justicia y la educación fueron los principales objetivos y sobre los tres el daño producido facilitó el camino hacia la estocada final que luego le asestaría el peronismo kirchnerista. A la devastación institucional provocada por el menemismo hay que agregar su sello genético: la corrupción, que se instaló de manera obscena en el país, se naturalizó y se quedó como una forma de hacer política.  

Para completar la galería de decadencias, el Siglo XXI se estrenó con el kirchnerismo a nivel nacional ya que ellos y sus modos de gestión eran conocidos en la provincia de Santa Cruz, donde Néstor Kirchner había desempeñado distintos cargos dentro de la burocracia estatal.  El peronismo siempre ha intentado desconocer su parentesco con el kirchnerismo; sin embargo, es imposible negar la raíz que comparten y la mezcla de funcionarios en todas las ocasiones en que gobernaron. El entonces gobernador Néstor Kirchner festejó la privatización de la petrolera YPF y recibió en su provincia al presidente Menem para agradecerle calurosamente la operación. Es falso que el kirchnerismo no es peronismo; es peronismo de Perón y de Menem. En los negocios y negociados los peronistas son uno. La única diferencia entre ambos es una característica curiosa: su elitismo; el kirchnerismo elige quién puede subirse a su colectivo y quién no, a diferencia de los otros peronismos que admiten adherentes sin límite alguno. Esta curiosidad le ha costado enemigos innecesarios, que hubiesen acompañado su gestión y que por haber sido despreciados hoy son oposición. Esto indica que hay más kirchneristas que los declarados a viva voz. 

La respuesta al enigma «por qué sobrevive el peronismo» tiene dos patas que se relacionan: el asistencialismo y el deterioro de la educación. Las medidas que suelen poner en marcha las administraciones peronistas tienen eje filosófico en el estado de bienestar, una quimera que induce a intervenir en los procesos productivos para torcer el normal desenvolvimiento de la economía. En lugar de crear riqueza, logran una desconfianza que se traduce en lo contrario: escasa inversión. La Argentina acumula décadas de imprevisibilidad, gran enemiga de la cual el capital huye. El estado peronista, entonces, soluciona la carencia de trabajo genuino con empleo público y planes sociales. La receta es demagogia y populismo aunque los resultados estén lejos del éxito: de los 77 años que van de 1945 a 2023 el peronismo gobernó 41 años; eso significa más del 50% de ese largo período en el que la pobreza y la deserción escolar escalaron de forma escandalosa. Hacia mediados del Siglo XX la pobreza en Argentina no superaba el 3% de la población; en la actualidad alcanza al 50. Y si contamos desde la recuperación de la democracia, en 1983, de 40 años gobernó 30.

Hay tres conceptos cuyo valor el peronismo no entiende: libertad, incentivos y expectativas, posiblemente porque los tres tienen que ver con el libre albedrío. En su afán intervencionista desconoce el valor de la elección personal, el poder de los incentivos y la influencia de las expectativas en la toma de decisiones. Cuando altera el desenvolvimiento espontáneo de la oferta y la demanda, altera negativamente el comportamiento económico de los individuos, neutraliza la vocación empresaria a la inversión, lo que redunda en escasez de empleo y desemboca en una desconfianza generalizada sobre el futuro. 

En paralelo a ese clima enrarecido, la sociedad fue adoptando un perfil indeseado: clases socio-económicas muy diferenciadas que intentan, respondiendo a la naturaleza misma del ser humano, sobrevivir de la mejor manera de acuerdo con sus posibilidades. Se resiente el contrato social y cada uno busca «salvarse». 

Los sectores más acomodados mantienen su nivel de vida, mientras que el estado sale a auxiliar a la base de la pirámide, que se ensancha década tras década. 

Esa brecha se amplía de manera casi infinita y tiene consecuencias devastadoras: aniquila a la clase media, nervio y músculo de una sociedad, a la que le resulta imposible progresar, y aumenta la dependencia de los más pobres respecto del estado. Así se instaló un círculo vicioso del que la Argentina no puede salir.

Cuando Juan Domingo Perón incentivó el asentamiento de población de las provincias en la periferia de la ciudad de Buenos Aires, se inauguraron las llamadas «villas miseria», barrios de emergencia en lo que se carecía de todo. Sin embargo, las casas se hacían con barro y cartones. Eso indicaba que eran lugares de paso, que sus pobladores las consideraban una escala hacia un destino mejor. En la actualidad y hace ya un par de décadas, las construcciones en esos barrios son de cemento y ladrillo. Se volvieron definitivas. No son más de tránsito; son un destino.

La otra lápida que ahoga a la sociedad y mantiene vivo al peronismo es la deficiencia endémica de la educación pública. Quienes pueden costear instituciones privadas para sus hijos, los menos, les dan acceso a preparación de calidad. Pero la enorme mayoría de los padres ha perdido también la libertad de elegir el tipo de  educación que quiere para sus hijos y la escuela pública se vuelve el único recurso de un pueblo indigente. Pero en esa escuela se instruye poco y se adoctrina mucho, con programas pergeñados en el escritorio de un burócrata populista y «liberprogre» que se cree revolucionario porque impone el mal llamado lenguaje inclusivo mientras la escuela muta su función primaria de impartir conocimientos a comedor popular, donde los niños y a veces no solamente ellos, asisten en busca de saciar el hambre que pasan en sus casas.

De allí egresan jóvenes mal preparados para el mundo en el que les toca vivir, que luego no encuentran trabajo porque están sub-calificados y van acumulando frustración y resentimiento.

La calesita argentina nunca se queda sin combustible. Recientemente ha logrado desalojar al peronismo kirchnerista para reemplazarlo por el peronismo menemista. Es el tic futbolero del «siga siga» nacional, que permite la continuación del juego a pesar de la falta cometida. La política argentina es experta en hacer que cambia para no cambiar mientras contempla la vuelta de los que estuvieron y, ahora se entiende, nunca se fueron.

Entonces, cuando usted escuche una noticia sobre la Argentina, seguramente mala o controvertida, no maldiga a los millones de individuos que votan mal. Recuerde que el peronismo, primero empobrece y luego embrutece. Quien no aprende a pensar no aprende a elegir y quien no sabe elegir, no es libre. Millones de seres humanos sin libertad de aprender y elegir vienen naciendo en la Argentina desde la aparición del peronismo; no todos pero gran parte de ellos, condenados a una existencia miserable, obra de una pésima estructura socio-económica enquistada que no brinda oportunidades de ascenso virtuoso ni de movilidad social. No critique a los argentinos que se suicidan en cada elección porque no distinguen lo que están votando o porque carecen de mejores opciones; sienta alivio por los que pueden abandonar el país y salvarse, como pasa desde hace décadas en las dictaduras empobrecedoras de la región, y sienta piedad por quienes quedan atrapados definitivamente en la perversa telaraña peronista de las 1000 caras.

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