La ignorancia, al menos en mi caso, invita a aproximarse al papa fisionómicamente. En las fotos de León XIV se percibe una gran serenidad. Hay papidad, valga la expresión. Tiene eso que podríamos llamar un rostro beatífico, que es algo más que tener cara de buena persona. Una expresión que asoma en la sonrisa.
Y antes de que pudiera hacer gesto alguno, ostentarla, la humildad se la vimos en esas fotos peruanas, de impronta misionera, en las que sale en camisa de manga corta, llevada por él como nadie. Creo que el Papa podría poner de moda esa prenda que transmite una especie de firme apocamiento. Fíjense, si no, en el efecto de un estar así, encamisado así, frente a los arremangamientos del verano.
A todos los que papean ahora para arrojarle el Papa al extremismo que todo lo critica, les diría yo: ¿acaso León XIV, cuando solo era Robert Prevost, llevaba vuestras mangas aparatosas, vuestros narcisistas burruñitos de palmeros de todo?
La placidez simpática de su rostro invita a acercarse al Papa, también el deseo de que no nos lo quiten, seamos o no seamos eso tan bonito de «practicantes» (la jeringuilla de la fe). Al Papa se lo quieren llevar al «francisquismo» unos o a la conspiración otros, y además a las primeras de cambio, sin esperar.
Lo bueno de no saber nada de vaticanismos es que solo cabe esperar a lo que haga o diga. Ya que politizamos al Papa, ¡démosle al menos los cien días!
De la lectura de su primera homilía ya podrán sacar mucho los que saben de teología e historia eclesiástica. A los demás nos recalca de primeras que la misión de la Iglesia no es exactamente mundana. Su patrimonio es la revelación de Cristo y por eso es «arca de salvación que navega sobre las mareas de la Historia». Y es importante la preposición.
Cristo es «modelo de santidad», pero también promesa de un destino eterno que «supera todas nuestros límites y capacidades».
O sea, León XIV señala los cables sobrenaturales, lo no inmanente, la revelación y la eternidad, lo ultraterreno. ¡Se agarra bien agarrado al prefijo clave del Más Allá!
El Papa habla luego de las actitudes hacia Cristo de quienes viven en palacios, «personaje curioso» para ellos como mucho, o de la gente común, que lo considera «hombre recto» pero seguible solo hasta cierto punto. Hay grados de aceptación de Cristo, también grados de abandono cuando la cuesta se empina, de decir «hasta aquí llego yo», lo que nos acerca a una palabra importante: el sacrificio.
Habla León XIV de los creyentes y hasta de los bautizados, que han acabado viendo a Cristo como un «superhéroe» o un «líder carismático»; habla muy especialmente de «ambientes donde se ridiculiza o menosprecia» a quienes anuncian el Evangelio, tenido por algo «absurdo», propio de «personas débiles o poco inteligentes». Habla de nuestro mundo, donde la Iglesia queda «reducida», y olvidado Cristo es fácil decantarse por otras «seguridades» que son causa de males sociales y también de sufrimiento. Porque las personas sufren por ello a nuestro alrededor. No parece que el Papa quiera abandonar Occidente en busca de almas más ingenuas y puras, sino (expresión horripilante que les endiño) dar la batalla en las mentes y almas occidentales, también en ellas. Como es matemático, a lo mejor le escuchan…
El riesgo es la ridiculización, el desprecio, el señalamiento, pero qué poco es eso si vemos que lleva reliquias de los religiosos españoles martirizados y cita a Ignacio de Antioquía, al que se lo comieron en Roma dos leones. Actualiza así el martirio o al menos el sacrificio: «Desaparecer para que permanezca Cristo». Se refiere a quienes ejercen un ministerio de autoridad, pero ¿no se lo podrían aplicar todos? ¡Qué maravilla de mecanismo de repente a nuestro alcance!¡Hacerse pequeño, ir desapareciendo!
O sea, si yo no lo he entendido mal, y perdonen el atrevimiento: no nos invita el Papa a ninguna facilidad sino al sacrificio, a que nos coma el león (propio) de la «exigencia moral» y el león (ajeno) del ridículo en la metrópoli del imperio decadente, de la Roma que cae. A ser primeros cristianos, no últimos.