Hubo una época en Cuba en la que a los niños se les metía miedo con tal de que terminaran la comida en el plato con aquello de «cómetelo todo, mira que viene el coco». El coco había sustituido al lobo de los cuentos infantiles, nunca supe muy bien por qué… Coco es también uno de los diminutivos que en Francia se usa para nombrar a los comunistas. En Cuba llegó el coco y mandó a parar; desde hace mucho nadie utiliza el término con la antigua idea de incitar a los chamacos desganados a comer, porque en Cuba desde 1959 no hay con qué alimentarse, y para colmo todo mete miedo. No es necesario reclamar por el coco, ni a amenazar a nadie con el coco, el coco se amparó de la isla y la habita de cabo a rabo. El país entero es un gran coco en forma de caimán.
Hace poco vi unas imágenes de Luyanó, un barrio cercano a otro llamado La Víbora. Antes había un chiste que decía: «¿Sabes cómo le dicen a Castro?» Entonces la otra persona se quedaba en blanco, o sea, sin saber, aunque también a eso se le nombraba quedarse en Blanco y Trocadero, otras dos calles habaneras, de modo que también significaba quedarse perdido en una intersección, sin saber, y además trocado. La otra persona se encogía de hombros, en gesto de ignorancia, mientras el bromista aprovechaba para responder: «Luyanó, para no llamarlo La Víbora»… Nada, no me hagan caso, es una de esas gracietas o pujos del cubano, con las que aprendimos a rellenar la vacuidad del estómago y de la mente. Pues, Luyanó, el barrio de verdad, y no el Coma Andante empotrado, hoy da grima de sólo verlo —no digo ya de pasearlo, cosa que no se me permite desde hace décadas debido a mis libros y a mi posición crítica—.
Luyanó es un inmenso basurero. La cámara del móvil fue rodando desde la ventanilla de un auto, recorrió quilómetros de mierda amontonada entre charcos y nubarrones de moscas, encima de los escombros corrían locas las ratas, brincoteaban en los restos de edificios derrumbados. La gente, hombres, mujeres, niños, ancianos, enjutos, doblados en medio de aquella pestilencia, hurgaban con la ilusión de hallar algo, cualquier sobra arrebatada a los roedores para llevarse a la boca, o una prenda ripiera que se pudiera vestir encima de los propios ripios, un par de zapatos viejos, usados hasta la suela ahuecada, calzarlos ahí mismo y huir, ¿huir hacia dónde desde una isla…?
Si a los que conocieron la Cuba de antes, la Cuba eterna, la Cuba de tantas películas de Hollywood y de artesanía nacional, a la Perla de Las Antillas, a La Llave del Golfo, le hubieran profetizado que esa hermosa y paradisíaca isla se iba a convertir en un tremendo e inmundo basurero, nadie lo hubiera creído. Sesenta y cinco años de demoníaco ñangarismo rojo transformaron aquel soberbio archipiélago en una enorme pista de diarrea en medio del océano.
Ver esos vídeos y salir corriendo al psicoanalista por tres o cuatro horas de tratamiento es lo mismo. Lloro en mi casa, lloro en el metro, lloro desde hace más de la mitad de mi vida por un país que no existe, que dejó de existir, que es sólo un diablo, un ente, un monstruo aterrador; y sin un bocado de pan con azúcar para olvidar que tiemblas de pavor.
¿Saben lo que es más terrible? Que empiezo a sentir la misma sensación aquí, de este lado en el que me refugié de aquel coco. Por mucho que intento advertir a los demás de que, oiga, ¡viene el coco, cuidado, que viene el coco!, nadie lo cree. Sin embargo, el coco vuelve a estar más cerca que nunca; lo huelo, puedo percibir su nauseabundo aliento, le noto avanzar, «con ese tumba’o que tienen los guapos al caminar»… Para algunos, seductor, para otros, todavía muy pocos, endemoniado, diabólico.
E inclusive, para los que en tiempos atrás se enfrentaron al coco, todavía no caen en que el Coco se disfraza, muta, sabe enmascararse muy bien, posee numerosas máscaras, con cada una de ellas irá aniquilándolo todo. «Los españoles no nos dejaremos», me dicen, como si yo no fuera española, lo soy desde 1996, y no conociera España, que me la he pateado de arriba abajo. El Coco es minucioso, a veces lento, aunque no se detiene, siempre engaña. Y cualquiera con dos barras de ilusiones no es que se deje, es que anhela, necesita que lo engañen, que se lo coman a mentiras, que le partan las piernas con dulces y almibaradas promesas. Así es el coco, silencioso, aplastante; no es que viene, es que lo tenemos detrás de la puerta. O delante.