La Comisaria de Asuntos Internos de la Unión Europea, la sueca Cecilia Malmström, acaba de ser invitada por el ministro español del Interior, Jorge Fernández Díaz, a visitar Ceuta y Melilla y conocer la realidad de las dos plazas españolas en suelo africano. En especial, las formas de actuar de las fuerzas de seguridad y de los trabajadores de los “Cati” (Centros de Acogida Temporal de Inmigrantes), por los que preguntan afanosos los ilegales que saltan la valla, después de quemar sus pasaportes en el Monte Gurugú. A ver si comprende que Europa se ha desentendido de esas fronteras, que también son las suyas.
A Malmström (que no es precisamente socialista, sino liberal-popular) le tiene que quedar claro que España no tiene “Inga problema” (ningún problema, en sueco) con la inmigración, sino con las mafias que conducen a los ilegales a las vallas de sus ciudades autónomas. Pero a doña “Pipi” Malmström si me gustaría recordarle que su hiperactividad “twitera” contra la Guardia Civil y los asaltos, si me gustaría recordarle su sospechosa inacción cuando el suburbio de Husby, a pocos kilómetros de Estocolmo, estallaba en “raskonflikt” o conflicto racial, y la policía sueca asesinaba en su propio domicilio a un inmigrante de 69 años en presencia de su mujer. La violencia se trasladó a Goteborg y a Malmö. Ella entonces se quedó como los tres monos: ciega, muda y sorda en su cómodo despacho de Bruselas.
El asesinato del inmigrante por disparos de la policía fue calificado por las autoridades como accidente, mientras se resistía a un arresto y a Malmström le pareció de lo más justo entre vendavales de pedradas a los polis suecos.
La situación de violencia puso en jaque al paradigma del Estado de bienestar. Los inmigrantes de los suburbios metropolitanos donde existe un alto porcentaje de población extranjera, cercana al 15 por ciento sobre el total de los habitantes, quieren más y los suecos están hartos de dar.
Aunque a doña Pipi Malmström le moleste los datos Demos EU Democracy Index sitúan a España en el número dos por delante de Suecia en lo que se refiere a capacidad de integración de la población inmigrante. Se siente. Por cierto, cinco meses después de llegar al cargo, Malmström no fue ni la mitad de dura con la Francia de Sarkozy cuando, en julio de 2010, decidió la expulsión de los gitanos no franceses, rumanos y búlgaros, que eran ciudadanos europeos también. Sarzoky les dio 300 euros per cápita y los echó de unos 70 campamentos. Se supone que formaban parte de la “racaille” (escoria) a la que Nicolás Sarzoky se refería despectivamente. Las denuncias del Vaticano fueron infinitamente más duras que las de la comisaria “Pipi” Malmström. ¿Estamos?