La guerra civil de 1936 fue, en realidad, varias guerras civiles superpuestas y entrelazadas: una guerra política (república contra monarquía), ideológica (derechas contra izquierdas), religiosa (creyentes contra descreídos), territorial (centralistas contra separatistas), económica (ricos contra pobres). Es una simplificación, claro está, pues había republicanos con Franco, católicos con los rojos, pobres con los nacionales, centralistas entre los republicanos y fueristas en el bando de Franco.
El eje en torno al cual giró la transición del franquismo a la democracia fue el deseo unánime de no repetir nunca más el horror de una guerra civil. La clave de este propósito era dar la guerra del 36 por cancelada. Paso de página, inauguración de la concordia nacional con una Constitución votada por todos. Este deseo profundo llevó a un texto con ambigüedades, algunas contradicciones e incluso con anomalías sistemáticas, como el desconcertante Título VII, metido con calzador como una extraña protuberancia cuya explicación política fue que era el peaje para que la izquierda (entonces confesadamente marxista) aceptase la Monarquía y lo que llamaba la “democracia burguesa”. El enfrentamiento religioso se quiso resolver con la declaración de aconfesionalidad del Estado, y la guerra civil “social” de ricos contra pobres había quedado cancelada ya en el franquismo con la emergencia de unas sólidas clases medias. Pero los fantasmas nacionalistas emergieron tras la muerte del dictador, y el Título VIII debía ser el instrumento para conjurarlos. Repetir la fórmula de la Constitución de 1931 (un régimen común y dos regímenes especiales, vasco y catalán) era impracticable: había que huir de cualquier revival que evocase la República, y evitar agravios comparativos regionales. Las autonomías como régimen general, pero con flexibilidad de asunción de competencias, se pensó que podrían servir. Y el invento no ha funcionado. Al final hubo que establecer algo muy parecido al café para todos porque el PSOE puso el agravio comparativo encima de la mesa, primero en Galicia y luego en Andalucía, y entonces descubrimos que los nacionalistas nunca estuvieron dispuestos a contentarse (como predijo lúcidamenteJulián Marías), y sólo esperaban la debilidad del Estado para empujar hacia la secesión.
Ahora parece que consideran llegado el momento. Es, desde luego, una locura, pero muchos creen que las cosas están llegando a un punto de difícil retorno pacífico.Mariano Rajoy ha dicho, por fin, algo al respecto, pero he creído entender que pide grandeza en Mas, y supongo que también en Urkullu. Me temo, sin embargo, que deberá pensar algo más factible si quiere que salgamos con bien de ésta.