La proclamación de Don Felipe como Rey de España significa, por lo pronto, una buena solución a un vacío generado por la abdicación de su padre, Don Juan Carlos. Si nos pusiéramos estupendos podríamos decir que en este asunto se pone solución a un problema que no existía antes, y que fue generado el día 2 de este mismo mes; pero eso no reflejaría la realidad entera, toda vez que la expectativa de duración del reinado de Don Felipe, al ser obviamente mucho mayor que la de Don Juan Carlos –al menos por meras razones biológicas-, proporciona a la vida colectiva un factor importante de estabilidad, en un tiempo en que lo que nos falta son precisamente factores de estabilidad. Desde este punto de vista, pues, la abdicación del Rey en su hijo y la pacífica proclamación de éste son una buena noticia para el país, en la medida en que lo contrario habría sido mucho peor.
Lo que ocurre es que lo que tenemos encima es un montón de otros problemas, algunos de los cuales son de la misma o parecida gravedad, cuando no todavía más graves. Citemos, por ejemplo:
– El cierre en falso del fin del terrorismo de la ETA, cuando quedan más de trescientos asesinatos de la banda sin esclarecer y cuando es cada día más inocultable una negociación innoble y agraviante de las víctimas que derribaría a un Gobierno (o a un Régimen) si viera la luz.
– Las tensiones separatistas en Cataluña y el País Vasco, que si no tienen futuro desde el punto de vista técnico, sí que han herido gravemente el sentimiento español de la población de esas comunidades, que costará mucho esfuerzo y, desde luego, mucho tiempo –tal vez una generación, con suerte- restablecer.
– La crisis económica, que, aunque el Gobierno asegure por necesidad electo-ral que ya estamos en puertas de superar, sigue rampante, como lo demuestra el hecho de la tremenda necesidad que tiene el Estado de seguir vaciando los bolsillos de los contribuyentes, ahora con la amenaza de gravar adicionalmente las segundas viviendas ignorando que comprar un piso no es primariamente una forma de inversión, sino de ahorro, en nuestra cultura nacional.
– El que algunos expertos han llamado suicidio demográfico, que con la fuga de inmigrantes se dejará sentir cada vez más agudamente, sobre todo en el colapso del sistema piramidal de pensiones para los menos favorecidos y en el empeora-miento de la sanidad pública. La renuncia de los españoles a cubrir siquiera la tasa de reposición de la población es una catástrofe de la que nadie parece darse cuenta, anestesiada como está nuestra sociedad con los dogmas de la ideología de género que han desplomado no sólo la moral pública, sino el sentido común y el instinto de supervivencia colectiva.
Son sólo algunos de los problemas que nos agobian y que constituyen otros tantos frenos en nuestro desarrollo colectivo. Hay muchos más, pero basten estos botones de muestra. La Corona, con el relevo que se consumará estos días, ha hecho sus deberes, y ahora han de ser los partidos políticos, las organizaciones sociales y los ciudadanos individuales los que aborden estas y otras cuestiones, ya que la Constitución apenas deja margen al Rey para actuar, y apenas le permite sólo el dar ejemplo con su comportamiento. La pregunta es si el nuevo Rey y la Real Familia están en condiciones de ofrecerlo.