«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Periodista, documentalista, escritor y creativo publicitario.
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Repensar la derecha (II)

5 de noviembre de 2023

La semana pasada nos referíamos a lo negativo que fue haber apartado a Dios de la sociedad, y esta semana reivindicamos la necesidad de que sea de nuevo el centro de ella, el lugar que de justicia le corresponde.

Los filósofos precristianos sabían, aunque la suya fuera una religión natural, que tenían un deber para con la verdad. Entendían que la verdad obligaba. La religión natural era una virtud personal y social, una cuestión de justicia, como muy bien explica Scott Hahn en su obra Es justo y necesario.

Tan es así que uno de esos filósofos precristianos, Sócrates, estuvo dispuesto a entregar su vida por la verdad, y estas fueron algunas de las palabras, recogidas por Platón, que dijo en el momento de su juicio: «A este hombre le daré una respuesta muy decisiva, y le diré que se engaña mucho al creer que un hombre de valor tome en cuenta los peligros de la vida o de la muerte. Lo único que debe mirar en todos sus procederes es ver si lo que hace es justo o injusto, si es acción de un hombre de bien o de un malvado […] Lo que sé de cierto es que cometer injusticias y desobedecer al que es mejor y está por encima de nosotros, sea Dios, sea hombre, es lo más criminal y lo más vergonzoso. Por lo mismo yo no temeré ni huiré nunca de males que no conozco y que son quizá verdaderos bienes; pero temeré y huiré siempre de males que sé con certeza que son verdaderos males”.  

Y la religión con mayúsculas también es una virtud importante, personal y social, es un acto de justicia para con la verdad revelada, que es Dios, que lo ordena todo y nos ordena a todos. 

Y mientras aquellos que pretenden un resurgir del orden social sigan negando a Cristo, aunque sea no nombrándolo, lo único que harán será chapotear en un lodazal cada vez más infecto. Pues barriendo a Dios se pondrán ellos como medida de todas las cosas, y esa es una medida muy insignificante (y soberbia), como también denuncia Sócrates en el juicio citado anteriormente. 

Las grandes empresas de la humanidad no se llevaron a cabo arrumbando a Dios y poniendo en su lugar otros dioses como el consenso, la democracia o la libertad. Abandonemos miedos y respetos humanos y construyamos algo que de verdad valga la pena, donde Cristo, como nos enseña san Ignacio en los Ejercicios Espirituales, sea principio y fundamento, de lo contrario poco nos diferenciará de la revolución. Emplearemos muchas energías para llegar al mismo sitio en el que nos encontramos, como le sucedió una y otra vez al pueblo judío en el desierto durante cuarenta años, y como les ha sucedido a tantos españoles que desde el siglo XVI quieren recuperar la gloria que tuvimos en ese hermoso Siglo de Oro. Pareciera que no hemos entendido que la gloria de España en aquel siglo fue gloria de Dios antes que nuestra, y por ello se desvivieron personas de la talla de (santa) Isabel la Católica, san Ignacio, santa Teresa, san Juan de Ávila, el cardenal Cisneros, Carlos V, Felipe II, Gonzalo Fernández de Córdoba, y un larguísimo etcétera.

No es nada nuevo eso de intentar construir un mundo sin Dios, encerrándolo, en el mejor de los casos, en templos y sacristías. Reduciéndolo al ámbito de lo privado (cuando no censurándolo y prohibiéndolo). 

Y fíjese el lector que digo Cristo y no humanismo cristiano (si acaso la expresión no es en sí misma un oxímoron como bien explica John Senior en La restauración de la cultura cristiana). 

Dice el autor: “En general los humanistas –como la palabra indica– centraron su filosofía sobre el hombre y sobre las cosas del hombre, excluyendo a Dios». Y es que el humanismo, como también dice Senior: «En sentido estricto significa adhesión excluyente y excesiva a una persona, causa o cosa». Para continuar diciendo: «La dificultad que tienen los católicos con el humanismo no es que haya algo extraño en el hecho de ser humanos, sino en que haya algo destructivo. Porque es destructivo de lo propiamente humano arrancar al hombre de la tierra, que es su punto de partida, de las estrellas, de los ángeles y de Dios mismo que es su fin. […] Un auténtico humanismo cristiano tendría que abandonar el ismo y recordar que fue hecho de barro». 

Y acaba Senior recordando que la palabra griega para referirse al hombre es anthropos, una combinación de {ana}, que significa «hacia lo alto» y de {tropos} que significa «girar», «volverse a»: el hombre es el animal que gira, se vuelve hacia lo alto.  En resumen, o nosotros o Él en el centro, esa es la cuestión. Son dos modelos radicalmente distintos e incompatibles. O la virtud de la religión o la soberbia destructiva del antropocentrismo. 

Y si no queremos poner a Cristo en el centro de nuestro orden social, allá nosotros, pero seamos conscientes de que no somos enemigos de la revolución sino compañeros necesarios que contribuyen a su triunfo (aunque gracias a nosotros el proceso sea más lento, que por otro lado, es el mejor modo de consolidarse). 

Porque arrinconando a Dios, aparecerán nuevos dioses que colocaremos en el centro con nombres muy dispares: razón, consenso, libertad, democracia… pero el final será siempre el mismo: la guerra, la división, la decadencia, como sucedió en el Imperio español cuando el ocaso de la Cristiandad dio cabida a la revolución (en sus diversas versiones: primero luterana, después francesa y finalmente comunista), que fue la principal causa de las numerosas guerras civiles que hemos tenido entre los siglos XIX y XX.

De modo que mi propuesta es, aunque sea por probar, a modo de experimento, visto ya lo que no funciona, volver al origen de nuestra historia, igual la fórmula ya estaba descubierta y probada durante siglos y aquí andamos nosotros haciendo experimentos y mezclas raras. 

La restauración del orden social tiene futuro si nos negamos a conservar el veneno que nos ha arrastrado hasta aquí. Y la primera manifestación de dicho veneno es haber expulsado a Dios del lugar que le corresponde.

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