«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Periodista, documentalista, escritor y creativo publicitario.
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Repensar la derecha (III)

12 de noviembre de 2023

Volvamos a la idea final del segundo artículo de esta serie: «La restauración del orden social tiene futuro si nos negamos a conservar el veneno que nos ha arrastrado hasta aquí. Y la primera manifestación de dicho veneno es haber expulsado a Dios del lugar que le corresponde».

Esta última idea probablemente provoque urticaria a muchos liberales, y a otros muchos que lo son, aunque no lo sepan. La modernidad considera que el gran triunfo ha sido precisamente expulsar a Dios del lugar que le corresponde. Y ¡qué duda cabe que lo ha conseguido! Lo que ya no está tan claro es si los resultados son los esperados, y si, como defiende, efectivamente esa centralidad no le corresponde a Dios.

Lo primero que conviene abordar es la cuestión de la neutralidad. En nuestros días se la invoca como la virtud a alcanzar (a modo de un detergente pH neutro) y es una idea falsa que en la vida real no existe. Una tecnología no es neutra, una prenda de vestir no es neutra, una casa no es neutra y una ley tampoco es neutra. 

La tecnología nos induce a determinadas cosas y nos disuade de otras, está preparada para impactar de un determinado modo sobre nosotros. El vestir refleja mucho de nuestra personalidad: valores, inseguridades y miedos. Escogemos unos colores, un estilo, qué mostramos de nuestro cuerpo y qué no. El hogar refleja más de lo que suponemos nuestros principios. ¿Cuál es el lugar nuclear de la casa? ¿qué preside nuestro pequeño salón? ¿un gran televisor? ¿cuadros? ¿cuáles? ¿es una casa minimalista o está sobrecargada? Y las leyes tampoco son neutras, pues si así fuera ni serían leyes ni habría leyes. La ley siempre toma partido, determina que algo es malo y lo limita o prohíbe, y que algo es bueno y por tanto obliga a ello o lo promueve. 

Es bueno que tengamos esto claro, porque a los objetores de nuestro planteamiento: «Devolver a Dios a la centralidad que le corresponde para recuperar el orden social» hay que preguntarles a qué o a quién van a colocar en sustitución, pues ya hemos visto que la neutralidad no existe. Si tú quitas la cruz de un aula estás tomando partido por algo, en este caso consideras que la cruz sobra y que es mejor una pared blanca.

Y este es un problema con el que a menudo se encontrará el católico y con el que tiene que aprender a desenvolverse con soltura y desparpajo. 

A nadie se le ocurrirá decir al político de turno que no puede imponer sobre toda la población la certeza de que matar está mal y obligar a los que no piensan como él a pasar por el aro persiguiendo el asesinato.

Pero ¡ay si se le ocurre a ese mismo político limitar, prohibir o restringir el divorcio o el aborto! No pasará un día que ya se alzarán columnas hasta el cielo en todos los periódicos criticando que el político no es neutral, no tolera la libertad y se deja influir por sus creencias, en ese caso considerando que el aborto es un asesinato y que el matrimonio es algo lo suficientemente serio como para que pueda disolverse con más celeridad que el contrato laboral más endeble. O quizá porque no se considera con potestad para disolverlo. Seguramente este político entienda que el matrimonio es algo más que la unión de mutuo acuerdo entre un hombre y una mujer. Implica también una apertura a la vida, a unos hijos y a una familia. Y que el embrión es algo más que un conjunto de células.

En ambos casos hay una noción de lo que es bueno, que está por encima de la libertad, o siendo más exactos, en ambos casos se supedita la libertad al bien. Se entiende la libertad como medio, no como fin. Y se entiende también que un acto malo no es un acto libre, aunque sea fruto del libre albedrío. Debajo subyace la idea clásica de libertad como capacidad para hacer el bien. 

Lo que ocurre es que en el primer caso todo el mundo da por sentado que lesionar a otros está mal, y asume la limitación sin demasiados problemas. No así en el segundo caso, que la ve como un ataque a la libertad. Lo que juega a favor nuestro en todo esto es que vemos cómo en el fondo hay algo que compartimos unos y otros, y es que asumimos que hay cosas buenas que obligan o deben promoverse y cosas malas que deben limitarse o prohibirse. Una vez más, vemos que nada es neutro. 

Dice Scott Hahn que «las ideas que más influyen en una sociedad no tienen por qué corresponderse con las que la gente sostiene explícitamente, sino más bien con las que da por descontadas». Y quizá esto explique que aplaudamos la primera medida (pues matar está mal) y rechacemos la segunda (porque el matrimonio es una formalidad sin más valor que la mera voluntad y el embrión un conjunto de células). 

Pero conviene no olvidar que lo que ahora damos por sentado (que matar está mal), es gracias a disfrutar de una herencia cristiana que llevamos décadas dilapidando. Si seguimos defendiendo la neutralidad social, no sería de extrañar que dentro de treinta años nos veamos discutiendo, no acerca de si el divorcio y el aborto deben promoverse, sino si tenemos que abrir la puerta al asesinato, pues «nadie puede imponer sus creencias al resto, el espacio público debe ser neutral». Ahora lo vemos muy lejos porque la gran mayoría da por sentado que matar está mal, pero no siempre ha sido así.

Y podría aquí aparecer otra objeción, también muy común, que vendría a decir que la ley no tiene que obligar al aborto, pero tampoco prohibirlo. Que sería como decir que la ley no tiene que obligarte a matar al vecino que te cae mal, pero tampoco te lo puede prohibir. La ley no te obliga, solo te da la libertad de abortar, dicen. Y claro, una vez más vemos que, so capa de neutralidad, lo que se consigue es, como siempre, tomar partido. 

Pues el que te dice esto lo que te está diciendo es que para él no es un tema neutro, al contrario, le preocupa mucho, ya que como dice Scott Hahn «de lo contrario le sería indiferente que el aborto fuese ilegal […] pero considera que es mejor —moralmente más adecuado— que la sociedad disfrute de esas libertades». 

Así que, una vez nos hemos sacudido el miedo de ser unos déspotas que queremos imponer una moral al resto, a diferencia de los otros, que quieren, ¡oh sorpresa! exactamente lo mismo, lo que toca es hacerse la pregunta clave: ¿Cuál es la moral adecuada que debe impregnar la sociedad? 

Scott Hahn nos plantea algunas preguntas en su libro Es justo y necesario:

“¿Qué valora nuestra sociedad? ¿qué virtudes (y vicios) premian nuestras leyes y costumbres, y qué virtudes (y vicios) castigan? ¿qué derechos, libertades y privilegios se esforzarán por defender, a toda costa, políticos y partidos, y cuáles abandonarán en cuanto les parezca oportuno? ¿qué áreas de interés humano (y divino) considerarán “ajenas a los límites” de la política, haciéndolas retroceder hasta la esfera de lo privado, cada vez más amurallada?”.

No se trata pues de construir una alternativa o de repensar el mundo de la cultura y la política desde una pretendida neutralidad (que no es sino, como ya hemos visto, abandono por nuestra parte) sino de ver sobre qué queremos fundamentar esta alternativa para que contribuya verdaderamente al bien común y a la justicia. 

Y permítame el lector acabar con una cita: «Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos contra la casa; pero no cayó, porque tenía su base sobre la roca. Pero el que me oye y no hace lo que yo digo, es como un tonto que construyó su casa sobre la arena. Vino la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y la casa se vino abajo. ¡Fue un gran desastre!» (Mt 7, 24-27)

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