Sucede en todas las épocas. Hay fuerzas que operan sin más objetivo que servir al que manda. Hombres y organizaciones que, blindados al calor del rebaño, no conciben otra manera de vivir en sociedad que la de alinearse con las ideas predominantes. En cierto modo, las instituciones que perduran son aquellas que están a buenas con el poder o fornican con los reyes terrenales, como dice Prada.
La cruz es el mayor enemigo del César y pocas veces lo comprobamos con tanta claridad como en estos días de fariseísmo y aggiornamento cardenalicio. Si la Iglesia representa los contravalores del mundo moderno hay quien se sorprende de que quienes propagan el nihilismo y la irreligión loen a Francisco y muestren tanto interés en el próximo Papa. Es decir, por qué habrían de preocuparse de una institución en la que no creen. La respuesta es sencilla: para someterla.
Sabemos que la cruz es el último obstáculo que le queda al mundo moderno para imponer su victoria sobre la tierra. Derribado el muro de la fe, el camino queda expedito para perpetuar el mito del hombre nuevo (sustituyendo a Dios por él) y todas las victorias del progresismo acaecidas desde 1789. No podemos decir —ni el más mojigato meapilas es capaz de negarlo en privado— que el pontificado de Bergoglio haya sido un dique de contención contra los enemigos de la cruz, sino una forma amable de estar con los poderes de la tierra. Los elogios de la gobernanza mundial que no recibieron Juan Pablo II ni Benedicto XVI abundan ahora y eso, como mínimo, debería suscitar una reflexión. Los mismos que meten el islam y la ideología de género en nuestras aulas alaban las bondades del fallecido pontífice. Ahí es nada.
Hay miedo a decir la verdad y el cardenal Sarah sostiene que es el primer problema de la Iglesia. Los pastores tienen pánico a hablar con honestidad, que es tanto como sepultar el «no tengáis miedo» de Juan Pablo II. Si la Iglesia se adapta a los tiempos, traiciona a Cristo, advierte el papable africano. Y si el cristianismo pacta con el mundo en lugar de iluminarlo, los cristianos no son fieles a la esencia de su fe, pues la tibieza de la Iglesia provoca la decadencia de la civilización.
Sarah dice más cosas y al citarlo corremos el riesgo de que los católicos profesionales en los medios episcopales —artefactos creados para mantener al redil dentro del PP y acompañar a las abuelitas a la salida de misa a echar en la urna la papeleta adecuada— nos acusen de integrismo. Con gusto. Ya lo hacen con el cardenal guineano cuando afirma que es una desgracia no vivir según la moral católica, pero que es aún peor creer que la Iglesia debe adaptarse a nuestras inmoralidades.
Si los pastores tienen miedo, qué decir de quienes están por debajo. Sus monaguillos con micrófono tienen la misión de entregar la cruz envolviendo la traición con marchas cofrades y mucho incienso. Se trata de estar con un pie en el mundo y otro en la sacristía. Nunca mejor dicho: en misa y repicando.
Está muy bien hablar de los pobres y ayudarles, pero Cristo no fundó una ONG. Al despojar la religión de espiritualidad atacan a lo más sagrado y lo que queda es una gigantesca cáscara vacía, una hermosísima organización humanitaria con retablos barrocos y pinturas de Miguel Ángel que de vez en cuando se reúne a rezar con guitarras y vídeos para TikTok. Si el problema es que la Iglesia no se abre al mundo ni se moderniza, ¿cómo es posible que desde el Concilio Vaticano II la fe haya caído en picado?
Casi todos miran hacia otro lado ante el desplome de la asistencia de fieles a las misas desde 1968. Ni el menor sonrojo, ni el más mínimo análisis. Todo lo que escuchamos es que la Iglesia debe adaptarse a los tiempos. Y, teniendo en cuenta las cifras, diríamos que se está adaptando a las mil maravillas: hoy el 56% de los españoles se considera católico cuando en 1965 lo era el 98% y en 1975 el 88%. Además, se ha roto la transmisión de la fe entre generaciones: sólo uno de cada diez matrimonios es por la Iglesia y lo mismo ocurre con los bautizos.
Este es, en parte, el legado del Concilio Vaticano II. El de Francisco es un baño de masas global. El Papa de los pobres fue saludado por la revista Time como personaje del año en 2013 al igual que proclamaron Nobel de la paz a Obama sin haber aprobado ni una ley. Bergoglio no visitó España, pero bendijo la paz con ETA y la entrega del Valle.
En esta era de la exaltación de las emociones todo es emotivismo del que tanto nos prevenía Ratzinger: frente a la confusión, la Iglesia es el último reducto de la razón.
PD: No se crean a ningún vaticanista, es probable que el más fiable sea @grok.