«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

Sin referencias

1 de diciembre de 2022

Todo acto de educación es un juego de referencias. Se parece a una construcción modular por bloques: vas colocando tus piezas sobre las piezas anteriores, construyes sobre lo que construyeron tus antecesores. No hablamos solo de aspectos técnicos, sino también culturales, muy importantes para quienes formamos en habilidades profundas. Si no pudieras referirte a nada previo, educar sería imposible, especialmente en los estratos superiores; tendrías que empezar constantemente de cero y no avanzarías. Ese empeño compartido con otras personas —no solo docentes— contribuye a que la profesión de enseñar sea tan hermosa y fascinante; añades tu parte a sabiendas de que dejarás la casa sin terminar, como una irremediable Sagrada Familia.

Tenemos la generación más titulada de la historia, pero ni de lejos la mejor preparada

En mis clases de grado (escuela de negocios) ya no puedo referirme a nada. En los posgrados juniorizados —son la mayoría: recién graduados o casi— apenas puedo tampoco, aunque obviamente hay mejoras. Pero mis alumnos de 18 a 20 años, salvo contadas excepciones, son descampados culturales. No puedo mencionar una película estrenada en salas, sin importar el año: no la han visto. No puedo referirme a ningún músico que no esté en el candelero adolescente (no hablemos de clásicos): no lo han escuchado. No puedo remitirles a ningún periodo significativo de la historia: no saben lo que ocurrió entonces. No puedo referirme a ningún ensayista, articulista o creador de contenidos de pensamientos (ni siquiera podcast): no lo conocen. Y no puedo utilizar una metáfora que involucre a ninguna novela, mito o historia fundacional de la civilización: no la han leído.

A lo mejor el lector cree que me estoy refiriendo a Dostoievski o Víctor Hugo, a Cervantes o Shakespeare; no aspiro a tanto. No saben quién es Ulises. En una clase de 2º, de treinta, una sola persona supo quién era el héroe homérico, una chica que destaca por su madurez y su cultura. Tampoco es que pudiera contar la historia de las Sirenas, como yo necesitaba —le sonaba vagamente, pero no pudo ponerla en pie—, pero el nombre, al menos, le sonaba. Y no, los demás ni siquiera supieron decirme que era «un griego».

Esto tiene un efecto demoledor en lo que puedo transmitirles. Como ya no puedo construir sobre bloques existentes, tengo que hacerlo desde los cimientos. Cierto que el impacto que puedo producir en los chavales es muy grande, especialmente en lo que hace a habilidades elementales para la profesión y la vida (pensamiento, comunicación, toma de decisiones, etcétera). También conseguimos mis colegas y yo que desarrollen una profesión, que no es poco. El agua tiene un efecto espectacular en un terreno yermo. Pero que nadie espere lógicamente grandes cosechas, y digamos la verdad de una vez por todas: tenemos la generación más titulada de la historia, pero ni de lejos la mejor preparada. 

La cultura nos ofrece historias con las que aprendemos exponencialmente, y un bagaje extraordinario del que colgar nuevos aprendizajes

La culpa es nuestra; es un fracaso social sin paliativos. Solo Dios sabe lo que podríamos conseguir si a estos chicos no los hubiésemos estafado. Hace años que enseño, soy hijo de un profesor emérito y entregado, y hasta escribí un ensayo sobre el asunto, de modo que este declive no me coge desprevenido. Pero lo cierto es que no hace más que agravarse. Pregunten al tejido productivo quienes no se fíen de los docentes («siempre quejándose»). Ya es hora de que todos, padres, hijos, empresas, la sociedad civil en su conjunto, dejemos de discutir si son galgos o podencos, antes de que la educación se nos muera por completo sobre la mesa de operaciones.

Seguro que hay a quien le parece fetén que haya tantos que hoy lleguen a la edad adulta sin haberse acercado a menos de dos kilómetros de la Ilíada o la Odisea. «Cosas culturetas», pensarán algunos, celebrando que hayan llegado a esa edad sin perder el tiempo con Homero y enfrascados en sus móviles. Se equivocan: servidor se mueve en el pragmatísimo mundo de la empresa, y aunque respeto, como hay que respetar, a la Academia, a mí me interesa la vida real de los seres humanos que trabajan, se emparejan, ayudan o quiebran a los demás, etcétera. El problema, señoras y señores, es que si tengo que enseñar a mis alumnos la importancia, al crear o emprender, de perseverar y «atarse al mástil como Ulises con las sirenas», no tengo una imagen poderosa y duradera con la que vivificar lo que enseño y me veo abocado al frío mundo de los conceptos, o tengo que contarles ese pedazo de la historia sin el arte de Homero y perdiendo un tiempo que podría emplear en otras cosas.

La educación sin referencias no es solo lenta e ineficiente; es el signo de un retraso que va a dejar al grueso de la población fuera del mercado global

La cultura nos ofrece historias con las que aprendemos exponencialmente, y un bagaje extraordinario del que colgar nuevos aprendizajes y con el que interpretar nuevas experiencias. Por supuesto, también es un goce libre, una fuente de independencia y un estímulo para la creatividad en cualquier campo. Pero me quedo en mucho menos que eso: a la juventud le han extirpado la historia, la literatura, la música, el teatro, la han vaciado por dentro con la excusa de la empleabilidad y a base de acumular torpezas legislativas e intereses inconfesables. Y el resultado ha sido un menor aprendizaje, menos emprendedores y profesionales más precarios, y no precisamente por los malvados empresarios, sino porque quitando un tramo superior que es ciertamente brillante, el nivel medio se ha desplomado.

Alguien tendrá en algún momento que tomarse en serio los avisos de la comunidad educativa, en la que incluyo a centros, profesores y padres —a la clase política la dejamos a un lado; ni está ni se la espera—. No es que el rey esté desnudo: es que se ha resfriado y lo que seguirá, si no hacemos nada, será una pulmonía. La educación sin referencias no es solo lenta e ineficiente; es el signo de un retraso que va a dejar al grueso de la población fuera del mercado global y encadenando quiebras en sus vidas. Piense, querido lector, en todos esos chicos coreanos o finlandeses llenando sus mochilas de historias, sentimientos y reflexiones. Piense a continuación en qué han recibido los nuestros en lugar de ese deplorable vacío. Y luego concluya cómo va a acabar esto si no despertamos de una vez por todas.

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