«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.

Suaviter in modo, progre in re

24 de enero de 2023

Los demócratas doctrinarios fetén siempre nos aconsejaron desconfiar de los complementos que pudieran añadirse a la palabra «democracia». Orgánica, popular… ¿liberal? Hace pocos días me topé en Twitter con la reflexión de uno de los últimos tres columnistas españoles que merece la pena leer. Sostenía que la expresión «democracia liberal» presuponía, en nuestra época, la idea de una democracia «socialista».

A priori, puede parecer algo disparatado. Una ocurrencia dirigida a escandalizar a profesores de Derecho Constitucional, asesores de Ciudadanos y neocostumbristas metidos a teólogos (o lo que sea menester). Sin embargo, y sin intención de enmendar la plana al maestro, cambien ustedes el término «socialista», más equívoco, por el de «progresista”. Puede que la cosa se entienda mejor.

El Régimen del 78 es un ejemplo de manual. Si sus instituciones han sido colonizadas por el PSOE con tanta facilidad es gracias a ese espíritu de los tiempos, el llamado «consenso socialdemócrata”, que no sólo ha contaminado la democracia española sino también buena parte de los regímenes democráticos occidentales. Cuando nos referimos, en clave de chanza, al marco mental pesoata (PSOE state of mind) estamos aludiendo a dicho consenso que moldea el sistema y actúa de rayo paralizante para el centro centrado.

Lo «liberal», cuyos límites son todo lo elásticos que exija el progreso, es el vehículo idóneo para que la cosmovisión socialdemócrata se vaya instaurando. Ya no se trata de completar la democracia representativa con una economía de mercado, el reconocimiento de la propiedad privada y la garantía de una serie de derechos y libertades «clásicos» (asociación, reunión, expresión y prensa). Eso es el pasado. Hoy, para que una democracia sea considerada como verdaderamente liberal debe someterse a los nuevos dogmas que se impongan en materia climática, reproductivo-sexual, migratoria y lo que surja. No pasar por el aro es condenarse a las galeras del iliberalismo o la tiranía. La masa, convenientemente dirigida por unos medios ávidos de subvenciones -sicariato moral del consenso progresista- no perdona.

No se lleven a engaño, cuando Guy Verhofstadt habla de «valores europeos», Emmanuel Macron de los «valores de la República» o Pedro Vallín de la importancia y necesidad de una izquierda liberal, están pensando más en cualquier enredo queer que en defender la libertad de opinión. De hecho, lo único que les importa es lo primero. Como norma general, si les dicen que una persona, institución o nación está luchando por sus «valores», desconfíen, o exijan que les cuenten de qué valores estamos hablando. 

Frente a este plantel, la moderación ya no consiste en esa suavidad en las formas que preconizaba Quintiliano y que lord Chesterfield aconsejaba a su hijo. Me refiero al conocido suaviter in modo que en la locución latina se acompaña del fortiter in re (enérgico en los principios).

En nuestro tiempo, el moderado asume el marco mental progresista que es por naturaleza vólatil. La moderación deglute las ideas «contrarias» y las modula para presentarlas a su parroquia bajo el lustre de la flexibilidad.

El consenso socialdemócrata, por su parte, es una apisonadora que cree tener la razón histórica y al que no le interesan excesivamente la tolerancia volteriana o el chavesnogalismo del moderado.

Sin embargo, el verdadero drama consiste en que la moderación no sólo está condenada al fracaso sino que se dedica a meter el dedo en el ojo a aquellos que defienden los principios que a ella se le hacen bola.

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