Están las calas de la ría mudas. Arena y piedras y algún tronco, un fragmento del puente de un viejo pesquero hundido sabe Dios cuándo. Se vacía lenta la marea. Con esa densidad que tiene el agua en invierno, del color de las nubes y la soledad. Amarrada la flota, hay alerta amarilla por viento. Está llegando un frente frío a lo lejos, se le ve al cielo la cara de ogro detrás de las montañas asturianas. Esta noche lloverá. Eso es lo más importante que ocurre aquí. La lluvia, el sol, el viento. El recuerdo de tu silueta en la madrugada. Y que quede madera seca en la leñera.
Siempre que puedo me refugio aquí en los primeros días de enero. Dar la espalda al festival urbano. Dar la espalda al año que empieza con el ansia de promesas y propósitos. Apagar la radio, no encender la televisión, y quemar los periódicos de ayer en la chimenea. La calma nos devuelve la humanidad. La meditación en paz nos reconcilia con nuestra condición humana.
A menudo decimos que este siglo es malo para la salud. Cuanto mejor y más precisa se ha vuelto la medicina, más esfuerzos hacemos para enfermarnos del modo más sofisticado. Quizá porque sabemos que ahora casi todo se cura. Pero al fin nos vence lo de siempre: la tristeza, un desamor, la ansiedad. Las cosas que el cirujano aún no puede operar.
Hay una inscripción de amor eterno en el suelo de una de las rampas del muelle. Cuando el cemento aún no se había secado. Miguel y Ana se querían para toda la vida. Año 1973. El corazón deforme, trazado con urgencia, y la flecha cruzada entre los nombres. Con cierto optimismo, Miguel tendrá ahora 60 o 70 años. Como Ana. Y me gusta pensar que siguen ahí, en su para toda la vida, con un puñado de hijos y nietos, contando a los suyos mil veces cómo se conocieron a la luz de un fanalico del puerto pesquero, cuando Ana se escapaba por la ventana en las noches, dormidos ya sus padres, para encontrarse un rato en tímida penumbra con su chico.
Los amores vencidos no interesan a nadie. Sus señas en árboles, paredes y puentes, son una burla a lo que un día fue. Siempre hay que pensar que los amores anónimos que nos encontramos por las esquinas de la vida, o en la puerta de los baños de los pubs, siguen vivos. Lo improbable suele esconder un pozo de belleza.
Hoy el viento del suroeste se hace extraño. Trae a la ribera lo que nunca lleva: ramas secas de los castaños de lo alto de la colina, algas que acamparon en tierra firme en las mareas vivas de septiembre, y un enjambre de pétalos de los geranios de la terracita del hotel marinero. Hacen remolinos entre mis pies, mientras escribo a la intemperie, hincando la inspiración en las faldas de la ría, y preguntándome a ratos qué será de ti.
Se lamenta a mi lado un pescador solitario, que lanza con ímpetu su caña y recoge una y otra vez el vacío. No está el día para disfrutar de la pesca, con este viento, este frío, y esta salvaje humedad, pero no sabemos lo que se oculta al otro lado de su vida. Quizá los problemas del día a día, quizá el veneno de la soledad, quizá la desafección que nos inyecta sin remedio el circo de la política cien veces por semana. No habrá nada mejor, entonces, que estar aquí, fugitivos del tiempo que nos ha tocado vivir, jurando que somos —fuimos y seremos— del mar, de este mar. Que la tierra cada vez nos resulta más ajena. Que la España que más nos atrapa ya, en estos días de zozobra, mal gusto, y miseria moral, es la España marinera. La que amanece rosada mientras todos duermen, la que se acuesta cuando el sol se pierde en el horizonte, hundiéndose en la tierra tras el torreón de la iglesia y las montañas, que ya no son asturianas sino lucenses.
Aspiro a ver arder sin prisa otro leño grueso, a acariciar el lomo de algún libro viejo, a prender el corazón con el color incendiario de tu recuerdo que, aunque lejano, siempre es cercano, como todo lo que se guarda cerca del corazón. Aspiro a conservar en la memoria los amigos, a levantar un muro alrededor de mi familia, contra la mediocridad y la sordidez. Aspiro a besar despacio una mano, a escribir unos versos a la luz de la última vela del comedor, a acariciar la piedra que labraron los que nos precedieron. Aspiro a no volver, y no podrá ser, pero en el sueño de una partida hacia donde ensanchan los campos, como en el final de una John Ford y John Wayne, encuentro el descanso que no me dan los atascos, los chillidos, las traiciones, los ruidos quejumbrosos de la construcción, y la alegría impostada de la gran ciudad. Aspiro, en fin, a un Fray Luis de León en el silencio solemne del monasterio, aunque siempre termine siendo un Louis-Ferdinand Céline, abriéndome paso entre mis demonios en la noche más urbana, al vapor con aroma a whisky del bar, y con la histeria del segundero golpeándome las sienes.