Quizá sea cuestión de edad. Tengo gran simpatía por Emilio Aragón. No tanto por algunas de las cosas a las que ha dedicado su dinero, pero sí por gran parte de su trayectoria artística. Frente a las cámaras ha representado tantas veces con fidelidad al español medio que sabe reírse de sí mismo, que a menudo ha sido difícil distinguir entre ficción y realidad. Pero en todos sus papeles se reserva un fondo de bondad que hace mucho bien al espectador.
No hace mucho volví a ver todos los capítulos de Javier ya no vive solo, que es su mejor trabajo, y me resulta indiferente lo que vayan a decirme los ultras de Médico de familia. Javier, un solterón que siempre tiene la casa llena de amigos y familiares, es un tipo singular, un poco cabrón, un poco macarra, un poco inmaduro, un poco egoísta, al que al final la vida le pone constantemente en apuros, y por la inercia de las cosas, termina actuando con paciencia, entrega, y heroicidad. Digo esto sin olvidar que la serie es sólo una comedia tronchante sin grandes pretensiones, y es que también es su trabajo más divertido. Hay patrones que se repiten. En las series de Emilio Aragón, hasta los personajes más siniestros terminan enseñando el corazón. Es algo casi imposible en la televisión de hoy, y es más necesario que nunca en este tiempo de inmediatez, de frivolidad extrema, de baratijas y perlas de filosofía oriental que emulan y desactivan el viejo humanismo cristiano.
Sin embargo, lo que más me atrae de Javier ya no vive solo es que incluso al final de esas jornadas en las que todo ha salido mal, en que los problemas de familiares y amigos ponen al protagonista en situaciones perturbadoras, cuando cruza el umbral de casa, siempre se abre una cerveza, y lo manda todo al carajo con una sonrisa. No por desprecio, sino por esa capacidad tan fecunda para relativizar, para no dejar que la vida nos arrase más de la cuenta, para reservarse un espacio de risa y de paz, empezando por la risa de nuestra propia sombra, que al cabo de los años se va volviendo más cómica, más esperpéntica, más paródica. No hay mejor receta contra el orgullo, ni mayor cómplice para el camino hacia la felicidad.
Hace algunos días Emilio Aragón promocionaba su nuevo musical en una radio que no recuerdo. El presentador, que asegura conocer al artista y a muchos de sus amigos desde tiempo atrás, le preguntaba cuál era su secreto para no enfadarse nunca, para que sea tan difícil encontrar a alguien que lo haya visto gritar, insultar, despreciar, odiar a otro. Sin dudarlo, el protagonista dijo que aquello era herencia materna, en particular, herencia de su manera de mirar al mundo y a la vida: «Confío en llevar el gen de mi madre. Mi madre puede comer un bocadillo mohoso bajo un puente en medio de la lluvia y decir que está buenísimo». «Yo creo que todo está en la mirada», explicaba Emilio Aragón, «tu puedes decir que todo esto es aburrido o decir ‘qué bien me lo estoy pasando con vosotros’, puedes decir ‘esta mesa blanca es horrible’ o decir ‘qué mesa tan bonita’… todo está en la forma de mirar».
En una entrevista, ante una pregunta inesperada, la explicación no parece lo bastante elaborada como para desarrollar una filosofía sólida. Pero si quitamos lo accidental, si entendemos que Emilio Aragón no está sugiriendo que todo sea relativo, o que no haya cosas feas o malas, y nos centramos en la idea de la mirada, descubrimos una bellísima lección de vida.
El mundo está lleno de razones para la tristeza y la desesperanza, para el cansancio y el enfado, para la enemistad y el rencor, sin embargo, al tiempo, está repleto de razones para la alegría y la esperanza, para el sosiego y la paz, para la amistad y el amor. En una de tantas trampas que nos tiende nuestra bendita libertad, es cosa nuestra elegir si queremos mirar al barro y rebozarnos en él, y arrastrar a todos los que podamos al mismo fango, o si por el contrario, preferimos mirar al cielo, coger aire, dar gracias a Dios porque ha amanecido otro día, y dejar que nuestra paz sea una lluvia fina que alivie el fuego del odio, el miedo, y el tedio, en el que tantos a nuestro alrededor arden a todas horas.
Cuanto más grande es la zozobra, cuanto más triste es el paisaje, cuando más desesperante parece el futuro, más importante es que nos aferremos a la mirada de la victoria, a la contemplación de aquello que puede llenarnos el pecho de bellezas, al ejercicio incesante del amor, a la mirada que sabe encontrar las flores en medio del fangal.