«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Periodista, documentalista, escritor y creativo publicitario.
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Todos los días del año

6 de enero de 2024

Como sucede todos los años, hemos podido conocer el nombre y procedencia de los primeros bebés nacidos en Cataluña, entre los que, por supuesto, no se encuentra ningún catalán. La lista de nombres parece salida del juego de cartas de cuando éramos pequeños: «Familias de 7 países»: indios, árabes, esquimales, africanos…

Podría ser una divertida coincidencia pero es una triste historia que se repite todos los años, y peor todavía, todos los días. También cuando no hay cámaras apuntando. Deberíamos empezar a llamar a las cosas por su nombre y hablar ya de sustitución.

Lo triste no es que haya nacimientos, que siempre son una alegría se den donde se den, sino que muchos lugares de Cataluña se parezcan cada vez más a una sucursal de Tánger.

Antes el apellido nos informaba del origen de la familia a la que se pertenecía, ahora nos informa de a qué país del mapamundi en el que se ha convertido Cataluña uno pertenece. Hemos perdido en gente, pero también en cultura, elegancia, educación… Mirar fotos de hace cien años se ha convertido en un ejercicio de masoquismo que sólo sirve para aumentar la tristeza viendo la realidad actual.

Una multitud extranjera se pasea por nuestras calles como nosotros pasearíamos por una nave abandonada. Echando a perder lo que ya está en ruinas, ensuciando lo que ya está descuidado, imponiendo normas y cultura donde ya reinaba la anarquía.

Y podemos lamentarnos buscando el problema fuera, culpando a la inmigración de nuestros males, pero mucho antes de que el problema de la inmigración se convirtiera en un problema de seguridad, mucho antes de que Cataluña se convirtiera en la sucursal de un país africano, mucho antes de que hubiera una sustitución social y cultural, nuestra tierra ya había abandonado la familia, la cultura y el orden.

Y lo que estos primeros nacimientos de 2024 vienen a recordarnos es que el dinero es una excusa barata para no tener hijos —condiciona, evidentemente, pero no determina—. Tampoco hace falta tener una vida cómoda para traer hijos al mundo —la comodidad no es el objetivo vital que debemos perseguir a toda costa—. Aunque en nuestro país sólo mueran viejos, en otros lugares del mundo todavía siguen naciendo niños, porque allí prefieren una nueva vida a una nueva mascota.

Y así, mientras España ya tiene más perros que niños por hogar, en otros lugares no han olvidado de qué va la vida. Al enemigo lo tenemos en casa y no son los niños. Son los blancos caucásicos que, rodeados desde sus mansiones por la soledad de sus familias modernas, han decidido que tener hijos era una mala idea, igual que tener ideas fuertes o amar lo que nos es propio. Y así han conseguido que, aunque sigamos viviendo en nuestras casas, ya no sea sino en condición de okupas o inquilinos.

Nuestros pueblos ya no nos pertenecen pero no por culpa de los niños, los hemos perdido por abandono. Porque ya no tenemos ni sentido ni esperanza, y así lo único que nos atrevemos a comprarnos es un chucho que, por lo menos, cuando lleguemos a casa después del trabajo de mierda que tenemos, nos estará esperando para darnos un lametazo.

El fracaso es tan grande que ese es el compromiso más fuerte en nuestra vida. El fracaso es todos los días del año, pero en Año Nuevo tenemos la oportunidad, mirando a esos primeros bebés, de descubrir que la vida tiene sentido y que en este mundo podemos poner excusas o nuevas vidas. Y que mientras nosotros lloramos por todo, otros se atreven a formar nuevas familias.

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