Trump está sacando la basura delante del respetable, y el espectáculo es de los que marcan una época. Ha empezado a tirar de la manta con la USAID, una agencia dedicada en teoría a la ayuda externa, convertida en un monstruo de innumerables cabezas, con un presupuesto multibillonario consagrado a la difusión del globalismo woke por todo el planeta.
La USAID ha colaborado en golpes de Estado, influido ilegítimamente en procesos electorales, donado fondos para causas tan oscuras como los experimentos de ganancia de función en Wuhan, sobornado a periodistas y medios y otras tantas operaciones non sanctas. Y es solo una agencia gubernamental entre muchas donde se mueven ingentes cantidades de dinero, buena parte del cual, es permisible sospechar, acabará en los bolsillos de gobernantes corruptos.
Esto no ha hecho más que empezar, si Dios da vida y coraje a Trump. De lo que pueda encontrarse en las agencias de inteligencia —conspiraciones por necesidad— o en el Pentágono o en el Departamento del Tesoro nadie se atreve a especular demasiado.
En su novela Miau, Benito Pérez Galdós presenta una figura hoy desconocida pero muy popular en la Restauración: el cesante. Se entendía que cada partido que llegaba al poder después de unas elecciones colocaba en la función pública a sus partidarios, de modo que con cada cambio de gobierno quedaban cesantes todos los funcionarios del anterior.
Al cabo se entendió que ese sistema de purga general era ineficiente y brutal, se inventó el funcionario de carrera, el técnico, que permanecía en su puesto con independencia de quién gobernara. Y ese fue el germen del llamado Estado Profundo.
Estado profundo es una expresión cada vez más común, pero tengo la sensación de que no todo el mundo entiende lo que significa. No se trata de ninguna conspiración, al menos no explícita, ni tiene que ver necesariamente con grupos financieros o cábalas transnacionales. El Estado profundo (traducción literal del turco derin devlet) es, entre otras cosas, el gobierno permanente, el que no cambia de una elección a la siguiente, el que sigue gobernando con independencia del gobernante electo.
Quizá el mayor y más permanente triunfo de Donald Trump en ese segundo mandato sea haber desenmascarado, esperemos que para siempre, la existencia de ese poder que, como la Comisión Europea, ningún demos ha elegido.
En nuestro tiempo, esa burocracia anónima es sólidamente progresista, de izquierdas, ya sea por el triunfo de la gramsciana larga marcha hacia la instituciones, porque los burócratas salen de universidades colonizadas por la extrema izquierda o porque haya algo en la propia pertenencia al Estado que predispone a la mentalidad socialista. Siendo así, los gobiernos de izquierdas tienen un automático aliado en la administración que vienen a comandar, mientras que los de derechas empiezan ya cada mandato con el enemigo en casa, dispuesto a poner todos los palos en todas las ruedas.
Ésa es la gran batalla en la que está empeñado ahora mismo Trump, eso es lo que significa «drenar la ciénaga» y, gane o pierda, nunca en nuestros días había emprendido un gobernante una empresa más titánica. Por lo pronto, ya se le ha intentado quitar de enmedio por las bravas en, al menos, dos ocasiones, y por medio de los tribunales en otras innumerables. Porque no se trata de cambiar esto o aquello, sino la estructura entera del poder oculto.